jueves, 31 de marzo de 2011

Presentación


Virtudes López (Molina de Segura —Murcia—, 1924) ha dedicado su vida a la enseñanza. Maestra nacional desde 1944 y directora escolar desde 1957, se jubiló en 1988. Una parte de su tiempo reciente lo ha dedicado a la escritura de estas pequeñas memorias de infancia, que tienen como escenario principal su pueblo natal y como protagonistas, a miembros de su familia y a diversos personajes de la localidad.


“¿Puede ser que el trozo de tierra que la vio nacer ejerza tanta atracción sobre una persona? ¿O son los re­cuerdos de tantos  momentos felices? ¿Cómo es po­sible no olvidar nunca algo que no se ha visto en casi medio siglo? Y recordar, sin asomo de duda, la casa, el huerto, la antigua ermita de la Virgen, la Iglesia, su plaza, la del Casino, la calle del antiguo Ayuntamiento, el Molino de Enrique, el Molinín, las acequias, el río...”


domingo, 20 de marzo de 2011

Texto íntegro


Dedico a mis hijos estos entrañables recuerdos de Molina de Segura, el pue­blo en que nací y viví los primeros once años de mi vida y, a cortos periodos, durante la Guerra Civil española, de 1936 a 1939.






PRÓLOGO


Después de pensarlo mucho, he decidido fijar en el papel los dispersos recuerdos que tengo de mi vida en el lugar donde nací. Estas deshilvanadas notas no ten­drán interés para casi nadie, pues son remembran­zas de cuando era una niña de escasa edad que vivía muy pro­tegida y que apenas salía de mi reducido en­torno.
Si estas inquietudes sobre mis re­cuerdos me hubieran asaltado cuando mis padres aún vi­vían, hubieran podido estos informarme de muchas co­sas, puesmi madre era natural de Molina y mi pa­dre desempeñó allí su función docente durante diecio­cho años, estando en plena madurez ambos y soste­niendo relaciones sociales con gran parte de la pobla­ción. Pero no viven ya. Me falta, por tanto, mu­cha infor­mación sobre el modo de vida de un pueblo de mediano tamaño del primer tercio del siglo XX y de un carácter tan eminentemente agrícola, que las tres únicas fábricas que allí había durante mis prime­ros años de vida eran de conservas vegetales.
En Molina han vivido varias generaciones de mi fa­milia materna, los Peñaranda, muy numerosos y bien conocidos. Un hermano de mi abuela Magdalena, Vicen­te Peñaranda Moreno, fue en 1931 el primer alcalde republicano de la locali­dad. Buena parte de todos esos Peñaranda están ente­rrados en nuestro panteón familiar del cementerio mu­nicipal.
Espero que, después de mi muerte, mis hijos re­lean estas páginas con algún interés, y sepan cómo era la Molina de entonces, el pueblo en el que nació su madre.






1


Me llamo Virtudes y vine al mundo en el pueblo de Molina de Segura, situado a unos diez kilómetros al nor­te de Murcia capital.
Mis padres fueron don Victoriano López Soler y doña Filomena Sánchez Peñaranda. Él era natural de Villa­nueva del Río Segura y maestro nacional con des­tino por entonces en Molina; ella era del pueblo. Se co­nocieron, no obstante, en Villanueva del Segura, pues mi ma­dre vivía allí a temporadas con sus tíos Virtu­des, de quien viene mi nombre, y Pedro, que era el Se­cretario del ayuntamiento. Tras varios años de no­viazgo, de pasar mi padre veinte meses en la Guerra de África y de ven­cer la resistencia de mi abuelo Pe­dro, padre de mi ma­dre, los que serían mis padres de­cidieron contraer ma­trimonio el 24 de agosto de 1923 en la Iglesia Parroquial de Villanueva.
Alquilaron una casa en la molinense calle de San Vi­cente, próxima a la escuela graduada donde él ejer­cía, y allí vivieron hasta poco después de mi nacimien­to, el día 29 de julio de 1924.
Después de tener a mi madre más de cuarenta y ocho horas de parto, don Juan Andrés Villena, médico de Molina y vecino de mi familia materna, ayudado con fórceps, contribuyó a que llegara a este mundo sana y salva al oscurecer del segundo día, pues eran las 20.30 de sol. Me contaron que, como tantos niños al nacer, lloré un buen rato con desconsuelo, quizás como un anticipo, tras los años de mi infancia y primera ju­ventud por la senda de la felicidad, de que mi vida iba a transcurrir, algunas temporadas, por un ca­mino completamen­te intransitable.
Algo totalmente ajeno a la voluntad de mi familia marcó mi venida al mundo: cuatro meses antes de mi nacimiento falleció el abuelo de mi madre, padre de mi abuela Magdalena y de mi tía Rosalía. Como esta últi­ma iba a ser mi madrina y estaba de luto riguroso, mi bau­tizo, unos días después de nacer, no se celebró.
En la calle de San Vicente, vivían con nosotros una chica de servicio y mi primo Carlos, sobrino carnal de mi padre, que estudiaba Magisterio, ayudado y orien­tado por este. Mi madre contaba que la chica, María Je­sús, era un encanto y muy útil. Cuando mi madre de­cía: "Hay poca agua en las tinajas", contestaba inva­riablemente: "Las he llenado esta mañana, señorita". Cuando le pedía los calcetines de mi padre para ver si necesitaban ser cosidos antes de doblarlos, se los traía listos para colocarlos ya en el cajón de su mesilla. Esta chica había trabajado muchos años en casa de uno de los industriales conserveros, no sé si en la de don Ma­ximino o en la de don Rogelio. Ambos tenían familias muy numerosas, por lo que nuestra casa debía de parecerle jauja a María Jesús.
La primera anécdota de niñez que se me ocurre, oída múltiples veces de labios de mis pa­dres, su­cedió cuando yo era un bebé. A Molina vino desde Ma­drid, donde vivía con su familia, la tía Filo­mena a visitar a sus hermanas y a su sobrina, mi madre. Estaba casada con un médico de La Ñora, el doctor González-Aguilar, a la sa­zón médico de la Casa Real. El hijo ma­yor, Juan, tam­bién fue médico director del Sanatorio de Pedrosa, en Santander; y durante la II República, Jefe de Sanidad de la Armada. La tía Filomena era la menor de los siete her­manos de mi abuela, y era a su vez ma­dre de seis hijos que la llamaban cariñosamente Mane­na. La acompaña­ban en el viaje dos o tres de ellos y un enorme perro.
El animal, nada más entrar en mi casa, se acostó a los pies de mi cuna y, a partir de ese instante, solo per­mitió acercarse a la misma a mis padres. Ni siquie­ra su dueña gozaba de tal privilegio. Al resto de las personas de la familia le estaba vedado rondar cerca de mi cuna, pues el perro se ponía en pie y ladraba fie­ramente.
Todo el mundo comentaba asombrado lo rápida­mente que el animal se había percatado de la situa­ción. Pese a haber sido tan noblemente defendida por aquel perro, nunca en mi vida he sido amiga de los animales domés­ticos.






2


Mi abuelo falleció dejando a mi padre huérfano con seis años. Fue el último de los siete hijos vivos de mi abuela Mariquita. Quizás no era esperado cuando nació, pues se llevaba siete años con el hermano ante­rior, Mariano, al que ya llamaban en su casa “el pe­queño”—y con ese mote se quedó el resto de su vida—. Mi abuela, al quedarse viuda, tenía ya un hijo casado, Este­ban, que era el mayor; y otro, Arturo, en el semi­nario. El otro varón era Emiliano, al que mi padre que­ría tanto, que lo hizo padrino de su boda y de sus cua­tro hijos ma­yores. Las dos hermanas eran Filomena y Rosalía.
Mi padre comenzó a ir al colegio el mismo año en que murió mi abuelo. Este, antes de morir, ya le había ense­ñado a leer con El Camarada. Es un recuerdo que mi padre comentaba frecuentemente. Cuatro años de ense­ñanza le bastaron a don Francisco, el maestro, para que este le dijera a mi abuela que ya no podía en­señarle nada más a su alumno y que sería una lásti­ma que no estudiase una carrera, Pero eso estaba fue­ra de las posibilidades económicas familiares. Sin em­bargo, mi padre leía todos los libros que caían en sus manos, y algunos de estudio que llevaba a casa el hermano seminarista y que él memorizaba sin des­canso hasta aprendérselos enteros.
Las dos hermanas de mi padre, Filomena y Ro­salía, se casaron pronto. La mayor, con un señor viudo llama­do Antón López; y la pequeña, aún muy joven —no tenía ni dieciséis años—, con el que era Secretario del Ayunta­miento de Villanueva, Jesús Rubio. Tuvie­ron seis y ocho hijos, respectivamente. El hijo mayor de mi tía Filomena era el primo Carlos del que ya he hablado, el que estaba en mi casa cuando yo nací. Mi tía Rosalía era tan niña cuando se casó, que en cuanto su marido se iba a tra­bajar al ayuntamiento, ella se iba a jugar con sus amigas. Ese comportamiento cambió ra­dicalmente en cuanto tuvo su primer hijo.
La segunda hija de mi tía Rosalía, cuarta de sus vás­tagos, era la prima Asunción. Se casó esta con el primo Carlos y tuvieron una hija; y después de la gue­rra, un segundo niño que murió al nacer; poco des­pués, el que murió fue Carlos, que había vuelto de la guerra muy en­fermo y fue empeorando hasta consu­mirse. Entonces ella volvió con sus padres, desde la casa del maestro de la escuela que él regentaba; y su hija pasaba su tiempo entre las casas de sus dos abuelas, ya viudas ambas, que vivían enfrente la una de la otra. Asunción iba mu­chas veces a los domicilios de sus tíos, que vivían fuera del pueblo, y especial­mente a mi casa de Murcia, donde pasaba largas tem­poradas. De hecho, casi vivía allí. To­dos estábamos muy contentos con su presencia, pues al ser mayor y viuda, podíamos ir con ella a muchos sitios a unas horas que nos estaban vedadas. Por ejemplo, a la sesión de noche del cine. Sus frecuentes estancias se re­pitieron durante años y, más tarde, estuvo siempre con nosotras cuando ya nos habíamos casado y dábamos a luz. La verdad es que era una mujer muy buena, muy útil y se llevaba muy bien con todo el mundo.
Mi tía Rosalía era un caso de mujer simpática, gra­ciosa y socarrona a la que le encantaba gastar bromas a los demás. El marido solía decir que tenía en su mu­jer una hija más, además de los ocho nacidos de ella. Re­cuerdo una de esas bromas que afectó a mi herma­no Victoriano, un pequeño hombrecito ya por enton­ces: era media tarde de un día de pleno agosto, de esos de cua­renta grados a la sombra, y no se le ocurrió otra cosa a la mujer que pedirle a mi hermano que se pro­bara un pesado abrigo que tenía de su hijo, muerto en la guerra, al que quería entrarle algunas de las costu­ras. Y allí lo tuvo, cargado con el abrigo y sudando hasta que, al cabo de un buen rato, acabó el pobre por darse cuenta de que su tía le estaba tomando el pelo. Arrojó el abrigo al suelo y se fue muy enfadado, mien­tras mi tía Rosalía se reía con ganas. En otra ocasión, mi madre entró en su cocina y la vio terminando una pequeña olla de arroz y habichuelas. Le manifestó su asombro por la poca cantidad de comida que estaba preparando, que era para mi tía y para tres de sus hi­jos; dos, unos hombres hechos y derechos ya. Mi tía le contestó:
Todavía sobrará.
Y así fue, porque le había echado al guiso una guin­dilla picante que hizo imposible que sus hijos se lo co­mieran. Cuando mi madre volvió por la tarde a verla, le mostró la olla casi llena aún, pues solo faltaba su propio plato (a mi tía le gustaba mucho el picante), y le comen­tó:
¿Lo ves? ¿No te he dicho que sobraría?
Mi tía Rosalía vivió, seguramente gracias a su ca­rácter, ciento tres años. Cuando cumplió los cien, acu­dió toda la familia a celebrarlo con ella en una casa de comi­das, Perico el Zaramaya, que estaba enfrente de su casa. Por mi casual intermediación, fue a entrevis­tarla la Televisión Murciana. Como había llegado a oí­dos de los reporteros que a mi tía le gustaba mucho cantar y que lo hacía muy entonadamente, le dijeron que, en algún momento de la grabación, le iban a pro­poner que interpretase algo. Durante toda la interviú, que mi tía iba contestando muy lúcidamente, decía de vez en cuando:
¿Puedo cantar ya?— pero no acababa de llegar el momento. La entrevista seguía y seguía. Cuando al fin le dijeron que podía cantar, se arrancó con la si­guiente to­nadilla, un cuplé, que hay que imaginar en una mujer de cien años:
Cuando me casé
tuve la ilusión
de llevar pijama.
Me lo coloqué
me lo per­fumé
me metí en la cama.
Pero la ilu­sión
no fue de mi marido
que me dijo así:
Si llevas pijama
no duermes con­migo.
Pero creo yo,
con el cata-cata­pún
que no son motivos
Pero creo yo,
con el cata-catapún
el que mi mari­do
Pero creo yo
que por llevar pijama
motivos no son
pa que a pun­tapiés
me eche de la cama.”
Mi tía Rosalía fue, en todo caso, una magnífica mujer cuya vida no estuvo exenta de desgracias: un hijo muer­to en la guerra de un tiro por la espalda al intentar pa­sarse al bando nacional y dos hijas falleci­das jóvenes (una, de cáncer), además de su marido, en 1942.
Quizás podríais preguntaros, como yo lo hice, por qué en la familia de mi padre se repetían dos nombres que coincidían con los nombres de la de mi madre, cuando nunca se habían tratado ambas: la una vivía en Molina; la otra, en Villanueva; y solo se conocían de vis­ta. La explicación es que mi mamá Mariquita veía pasar de vez en cuando el carruaje de mi bisabuelo materno, Vicente, cargado de jóvenes muy guapas y vistosas que iban a ver a sus abuelos a Ulea. A la hora de pensar en nombres para sus dos hijas, eligió dos de los de aquellas chicas tan bien arregladas: uno de ellos, el de Filomena, que también era el de la madre de todas ellas; y el otro, porque le dio la gana a mi abuela, Rosalía. Cómo decidió mi abuela elegir los nombres de sus hijas de esta mane­ra es para mí un misterio.
Cuando mi padre tenía alrededor de catorce años, mi mamá Mariquita lo mandó con un primo suyo que vivía en Ceutí, que se llamaba Pedro. En principio, su misión era ir todos los días a la huerta de su pariente a vigilar un rebaño de cabras mientras pastaban. Mi padre, sen­tado bajo un árbol, leía un libro tras otro. Durante unos días en que llovió sin parar, no pudo ir a la huerta y hubo de quedarse en la casa de sus pa­rientes.
Don Pedro tenía una tienda de las de pueblo, don­de despachaban comestibles y diversas clases de mer­cancías él y su única hija, una adolescente con granos en la cara y algo regordeta. Mi padre estuvo observán­dolos aquel primer día de lluvia muy atentamente: casi todo lo vendían de fiado hasta la cosecha, que era cuando so­lían cancelarse las deudas de todos. Cada cuenta la anotaban en un trozo de papel de estraza en el que es­cribían la fecha, lo vendido, el total y el nom­bre o el apo­do del cliente, y lo echaban luego en un ca­jón bajo el mostrador, que rebosaba de aquellas anota­ciones.
Cuando llegó la hora de comer, mi padre les pidió que le dejaran echar una ojeada al cajón, donde había, tal como se figuraba, un montón de papeles revueltos, muchos de ellos pertenecientes a las mismas familias. Les explicó que aquel no era modo de anotar las ven­tas a crédito, y les dijo que si le proporcionaban unas libre­tas, se lo arreglaría. Y así lo hizo durante aquellos pocos días de lluvia. Tras clasificar por nombres y fe­chas todas las notas, las fue apuntando en los cuader­nos. Para cada cliente, tras la última anotación, deja­ba unas hojas libres en las que se podía seguir ano­tando.
Cuando volvió a Villanueva, a pasar unos días en su casa, le dijo a su madre que no regresaría a Ceutí. Había pensado en ganar algún dinero arreglando los créditos de las tiendas de Villanueva, que andarían sin duda tan mal organizadas como las del primo Pedro. Desconoz­co el resultado concreto de tal proyecto, pero lo impor­tante es que, a los dieciocho años, mi padre ya tenía la carrera de maestro y muy pronto ganó las opo­siciones.






3


Vicente, un hermano de mi abuela por parte de ma­dre, Magdalena, que se casó dos veces, pero no tuvo hijos, fue el primer alcalde republicano de Molina desde 1931 a 1933 y, durante su gestión en el cargo, inauguró la estación molinense del Ferrocarril de Murcia a Caravaca. Del otro varón de la familia, Rafael, solo sé que heredó a la muerte de su padre una finca entre Archena y su esta­ción de tren. Y allí vivió siempre, por lo que nunca lo vi. Un hijo suyo, llamado Antonio, se casó con una chi­ca de nombre Fuensanta, cuya hermana, llamada Adela, acabó siendo esposa del tío de Antonio, Vicente, cuando este enviudó. Ambos, Vicente y Adela, están enterrados en nuestro panteón familiar de Molina.
Mi tía Rosalía —tía de mi madre, en realidad— es­tuvo muy enferma cuando era jovencita. Le dolía el es­tómago, sobre todo tras las comidas. Cada vez estaba más delgada y sus padres andaban preocupados. La madre no sabía cómo sobrealimentarla y curarle esa rara enfermedad que le hacía escupir sangre a veces. Pensaban que podría tratarse de una tuberculosis y se equivocaban siguiendo los consejos del médico, que le mandaba reposo y buena alimentación. Rosalía pasaba todo el tiempo sentada en una mecedora.
Un día, ella misma le dijo a su madre que, a su lado, le dejaran una jarra de leche hervida con azúcar. Así, poco a poco, tomando solo leche, dejó de dolerle el estó­mago, y llegó un día en que estuvo curada. Mu­chos años después, sus sobrinos Virgilio y Vicente, médicos am­bos e hijos de su hermana Elisa, tras un reconocimien­to a fondo con examen radiológico, des­cubrieron en su estómago la cicatriz de una úlcera que, debido a la esca­sez de medios técnicos cuando es­tuvo enferma, no fue detectada, y que casi se la lleva al otro mundo.
Curada definitivamente, cuando falleció su madre —la mujer estaba enferma del corazón, pasó muchos años sin poder ni acostarse y dormía en un sillón—, Rosalía decidió ingresar en el convento de las Anas de Murcia, unas monjas dominicas de clausura. Pero aquella vida tan austera y sacrificada no le sentaba bien. Y además, su hermana Virtudes no paraba de mandarle recados para que regresara con la familia. Y así lo hizo, al final.
En el año 1895, se habían casado las tres herma­nas solteras que aún quedaban en la casa de mi bis­abuelo: mi abuelita Magdalena, la tía Virtudes y la me­nor de to­das, la tía Filomena.
Poco tiempo después de su boda, mi tía Virtudes en­fermó. Un pequeño tumor que tenía en la matriz empezó a desarrollarse y llegó a alcanzar los nueve ki­los, que fue lo que pesó al extraérselo en Madrid un afamado ciru­jano. Esta fue la causa de que no tuviera hijos. Por eso, casi siempre vivió con ella su hermana Rosalía y alguna de sus sobrinas; mi madre, la que más; y unos años des­pués, mi tía Matilde, ya viuda.
El tío Pedro, marido de la tía Virtudes, cambió su puesto de Secretario del Ayuntamiento de Villanueva por el de administrador del conde del Valle de San Juan y le prestó un gran servicio, pues su título de notario le permitió escri­turar y re­gistrar todas las propiedades del señor con­de, que eran muchas, algunas de ellas desconocidas por él mismo.
A mis tíos les tocaron doscientas mil pesetas en la lo­tería. El conde, entonces, les ofreció un valle entero cer­ca de Murcia por esa cantidad, pues le venía bien ven­derlo. Pero mi tío no quiso comprárselo, pues no quería que nadie pudiera pensar que había realizado una ad­ministración irregular que lo enriqueciera. En vez del va­lle, con el dinero se hizo con una finca a la entrada del pueblo de Villanueva donde construyó una casa con jar­dín en la parte delantera y plantó pinos en la parte tra­sera; también adquirió una casa en la pla­za, frente a la iglesia, que acabó siendo para mi tío Ra­fael y mi tía Ma­tilde. Una parte de aquel terreno se parceló en solares y se vendió. A la muerte de mi tío Pedro, mi hermana Ro­salía, que vivió con él hasta que falleció, heredó aquella bonita casa a la entrada del pueblo.
En Villanueva se quemaron las imágenes de todos los santos durante la Guerra Civil española. Tras la misma, por encargo del párroco, don José Muñoz, mi tío Pedro asumió la reposición de La Dolorosa, una imagen muy querida por los villanovenses, y que siem­pre formó parte de las procesiones el Jueves y el Vier­nes santos, y el Domingo de Resu­rrección, en la proce­sión del Encuentro de Jesús con su Madre.
Mi abuela Magdalena tuvo cinco hijos, de los que solo le vivieron dos (mi tío Rafael y mi madre —murieron dos mellizos y una niña—); sus dos hermanas mayores, Matilde y Elisa, tres hijos cada una; y la más prolífica, la tía Filomena, seis (cuatro chicos, Juan, Paco, Ezequiel y Pepe; y dos niñas, Lola y Elisa). El mayor, don Juan González-Aguilar Peñaranda, aca­bó siendo Direc­tor del Sanatorio de Pedrosa, en Santander, y durante la Guerra Civil fue Jefe de Sanidad de la Armada. En la retirada republicana, cruzó la frontera francesa con los últimos españoles el 29 de marzo de 1939. Fue ingresado en un campo de concentración del que salió al hacerse responsable de él un matrimonio francés, que liberó de igual modo a Antonio Machado y a su madre. Poco después, Juan se marchó a la Argentina, donde ya estaban su mujer, sus hijos, su madre y el resto de sus hermanos.
La tía Matilde era la mayor de los hermanos de mi abuela. Se casó con un señor de Torrevieja llamado don Antonio Torregrosa, un comerciante de profesión que, en un almacenico, vendía salazones al por ma­yor. De su matrimonio vinieron tres hijos: Filomena, Matilde y An­tonio. Cuando la tía Virtudes murió del ti­fus, en enero de 1934, todas sus hermanas fueron al entierro a Moli­na. Mientras la hermana mayor cami­naba por el paseo —luego aclararé qué era el paseo— con todas las de­más, sufrió un ataque cere­bral. Se la llevaron en una ambulancia a su domi­cilio en Torrevieja, donde falleció al cabo de poco tiem­po.
Su hija mayor, Filomena como su abuela materna, se casó con el administrador de Co­rreos de Torrevieja, don Ramón Gallud, y tuvo tres hijos varones. El hijo mayor, Ramón, al comenzar la Guerra Civil, había terminado primero de Medicina en Valencia. Te­nía dieciocho años. Al acabar el curso, recibió la visita de su primo hermano, Enrique García Gallud, que ha­bía sali­do huyendo de su pueblo, Torrevieja, por miedo a que lo detuvieran por pertenecer a Falange Españo­la. Ramon­cito, que tenía billete para un próximo barco a Mallorca, se lo cedió a su primo. Y este salvó la vida, pues al comenzar la guerra venció en Mallorca la su­blevación nacional. Por el contrario, al volver a Torre­vieja, Ramón fue detenido y encerrado en la cárcel de Alicante, en donde estaba preso José Antonio Primo de Rivera desde febrero del 1936. Allí juzgaron a Ramon­cito y lo condenaron a muerte. A pesar de la súplica que su madre hizo ante el futuro embajador de Espa­ña en Panamá, que estaba casado con su prima Her­minia —“Si lo han condenado a muerte, algo habrá hecho”, le dijo—, fue fusilado el 19 de noviembre de 1936, justo un día antes de que el propio José Antonio corriera la misma suerte.
Los hijos de la tía Elisa fueron tres: Virgilio, Vicente y Herminia. Los dos chicos eran médicos y el primero, médico militar. Sirvió varios años en la guerra del Pro­tectorado del Norte de África, donde tuvo ocasión de operar dos veces al comandante Franco, una de ellas de extrema gravedad: herido en el vientre, estaba entre la vida y la muerte. Operado con éxito, don Francisco Franco nunca lo olvidó. Años después, al haber sido acusado el primo Virgilio, a la sazón comandante médi­co militar y director del Hospital Militar de Palma de Ma­llorca, de enemigo del Alzamiento Nacional, fue destitui­do de su cargo y encerrado en el castillo de Bellver.
Durante el proceso, fue acusado de haber operado en su Clínica Peñaranda a varios obreros gratis. Y era verdad. Al menos intervino a un obrero de la cons­trucción que estaba trabajando en una obra muy cer­cana a su centro médico y que se cayó desde una al­tura de va­rios metros, siendo su estado extremo. Reco­nocido por el cirujano, ordenó que fuera operado de inmediato. La familia manifestó carecer de dinero y don Virgilio dijo que eso no importaba. Y, al cabo de unas horas, su vida se había salvado. Este hecho y al­gunos otros similares eran las graves acusaciones para hacer perder la carrera y el puesto de trabajo a un hombre de bien. Su hermano fue a ver a Franco y este mando liberar a Virgilio, aun­que no recuperó su puesto ni la carrera militar.
Al finalizar la Guerra Civil, la familia tuvo que ven­der la herencia de su abuelo, unos terrenos en el em­palme de Archena para, literalmente, poder comer. Con ese poco dinero volvieron a poner en marcha la Clínica Pe­ñaranda y se recuperaron. Algunos años después, eran dueños de inmensos terrenos en los que hoy se edifica media Palma de Mallorca.
Tanto mi abuela como sus hermanas, Virtudes y Ro­salía, los habían visitado en Palma de Mallorca des­de muchos años atrás. Y ellos siempre los atendieron muy bien, alegrándoles mucho su estancia en casa. Mi abuelita falleció a la primavera siguiente del primer verano en que dejó de ir a la isla, en 1932.
La prima Herminia, hija de la tía Elisa y de su ma­rido, don Dionisio García, era la primera dama joven de la compañía de teatro de doña María Guerrero. Mi abuelita Magdalena le regaló a la joven Herminia su mantón de Manila y, tras quejarse mi madre por ha­berla dejado sin la prenda que, en aquellos tiempos, tenía toda señora que se preciara de serlo, mi abuela adquirió un mantón blanco bordado en colores vivos, y dijo que deseaba que acabase siendo para mí. Así fue. Ahora lo tiene mi hija. Es precioso, muy grande y con un fleco muy pesado.






4


No recuerdo nada de la casa en la que nací porque solo viví en ella los primeros meses de mi existencia. Al­guna vez, teniendo ya alrededor de siete años, pasé por la calle de San Vicente cuando iba a casa de la se­ñora que me preparaba para la Primera Comunión. No pude reconocer la casa. Aún menos hoy sabría adivinar su situación exacta en la calle: si esta­ba al principio, en medio o al final.
¡Pero qué bien recuerdo la casa de la calle de la Con­solación! Siendo yo todavía un bebé, nos traslada­mos a vivir a la que había sido el hogar familiar de los Peña­randa. Mi madre acababa de heredarla de su abuelo Vi­cente, pues, por petición expresa de mi abue­lita a su pa­dre, la propiedad pasó directamente de abuelo a nieta.
Parece que estoy viendo la casa de la calle de la Con­solación: su amplia entrada, con una enorme puerta de madera, que tenía ventanas de cristales cu­yas contra­ventanas se abrían solo en invierno, única época en la que se cerraba el portón. A derecha e iz­quierda del za­guán había dos alcobas con ventanas a la calle: la de la derecha era minúscula y, como curio­sidad, diré que te­nía una pequeña ventanita cuadrada que la comunicaba con la casa de mis tíos y que re­cuerdo muy bien por ser por donde nuestra madrina nos pasaba a mis hermanos y a mí algunas porras y churros que compraba los do­mingos para desayunar.
El dormitorio de la izquierda, muy grande y hermo­so, que había sido usado tiempo atrás por mi abuela Mag­dalena, era por entonces el de mis padres.
Por un arco sin puerta se pasaba al comedor, de cuyo fondo, a la izquierda, arrancaba la escalera que lle­vaba al primer piso. Bajo el hueco de esa escalera, una puerta comunicaba con una sala de estar con chi­menea que estaba iluminada por una ventana enreja­da, aboca­da a un patio cuadrado, cuajado de flores casi todo el año, donde estaba situado el servicio co­munal. A ese pa­tio se accedía desde una habitación que unía el comedor y la cocina de la casa, una ante­cocina con la mayor chi­menea que recuerdo haber vis­to en mi vida, y que servía para cocer los embutidos y la cebolla para las morcillas  de la matanza. En las no­ches de invierno se encendía en aquella chimenea un buen fuego; y allí, los integrantes del servicio de mis tíos y nuestro se pasaban al amor de la lumbre el tiempo contando cuentos de miedo, historias de aparecidos y fantas­mas. Yo, que andaba casi siempre con las criadas, oía esas historias y, cuando temblaba de pavor, me refu­giaba con mis padres y mi abuelita en el cuarto de es­tar. Allí, sin decir nada, me sentaba en una silla pe­queña a los pies de mi madre y apoyaba mi cabeza en sus rodillas.
Algunas veces, las criadas no hablaban de apareci­dos, sino de novios y asuntos más prosaicos. Enton­ces, cuando se percataban de mi presencia, inadecua­da para la conversación, me increpaban: "Pero ¿qué haces tú aquí, chiquilicuatre?" Y yo respondía airada: "Ver, oír y callar. Y luego, contárselo a mi mamá", y echaba a co­rrer a la salita de estar. Aunque jamás de­laté a las cria­das; no por bondad, sino porque no hu­biera sabido ex­plicar en realidad de qué estaban ha­blando.
El comedor era tan ancho como la entrada y la ha­bitación pequeña juntas. Recibía la luz a través de una ventana gemela a la del cuarto de estar que también daba al patio florido.
Subiendo la escalera, desde un vestíbulo, se pasa­ba a dos grandes dormitorios enlosados, con un bal­cón a la calle cada uno. Al patio daban otro par de ha­bitaciones mal iluminadas por ventanucos y con el suelo de yeso. Una tenía una cama en la cual dormía una de las chicas de servicio, pues la otra muchacha, algo mayor, pernoc­taba en casa de su madre y de su abuela en plena huer­ta, muy cerca ya del matadero. La segunda habitación servía entonces de cámara y allí se oreaban los embuti­dos de la matanza anual de noviembre hasta que mi madre los metía en pequeñas orzas, cubiertos de aceite requemado —que servía lue­go para hacer el sofrito de casi todos los guisos— para evitar que se resecasen en exceso. Así, mantenían su punto morcillas, longanizas y salchichas, que llegaban en perfecto estado de conserva­ción hasta el verano siguiente. En esa misma habitación se curaban en sal gorda, en unos cajones de madera, los jamones y el tocino del cerdo sacrificado que, una vez perdida el agua excesiva, se colgaban adobados con ajo picado, pimentón y aceite. Aunque el cerdo era enorme, nada de esto duraba hasta la matanza siguiente.
Debajo del hueco de la escalera, cerrada con una portezuela, había una minúscula estancia con dos ar­cones de madera donde mi madre guardaba cada año las tortas, mantecados y rollos que hacía para celebrar la Navidad. Apenas tendría cuatro años mi hermano Victo­riano cuando un adviento acabó con casi todos los dulces antes de la Nochebuena. Lo que no recuerdo es cómo se repusieron, pero él no enfermó, supongo que debido a su calidad.
Bajando dos escalones desde la antecocina ya está­bamos en la cocina donde se elaboraban los alimentos en una lumbre de leña o en una hornilla de carbón. Al fondo había un aljibe enorme que se llenaba todos los años en enero, mes en el que el agua corría más pura por la acequia que la surtía. Antes de llenarlo, un hombre, atado fuertemente por la cintura con una ma­roma, era bajado al fondo y lo limpiaba. Yo observa­ba atónita cómo desaparecía para, después, irle bajan­do cubos de agua limpia que éĺ devolvía llenos de ba­rro y suciedad. Cuando decidía que el aljibe estaba limpio, salía del agujero. Y por la noche, sobre las doce, se lle­naba la cisterna y se le echaba un puñado de cal viva. Al cabo de ocho días el agua ya era apta para el consumo, y nos alcanzaba para todo el año. En otras casas del pueblo en las que no había pozo, este era sustituido  por dos tinajas grandes —solían ocupar una pared a la en­trada— donde se almacenaba el agua potable, que había que reponer un par de veces al mes; y un par de orzas en la cocina cuya agua servía para fregar los cacharros.
Una puerta comunicaba la cocina con un patio es­trecho y largo a cuya izquierda había un gallinero, una co­nejera y una gran leñera con troncos procedentes de la poda de nuestros frutales, suficientes para guisar y en­cender las chimeneas todo el año. Para la Navidad se re­servaban los mayores troncos de madera, que lla­mábamos nochebuenos, porque duraban encendidos hasta después de la Misa de Gallo.
Anexo a la casa había un gran local al que llamá­bamos la fábrica, pues mi bisabuelo materno había ex­plotado allí en tiempos una industria conservera cuya maquinaria se mantenía aún en perfecto estado. Pero para cuando yo nací, ya estaba cerrada.
La finca era enorme. Estaba dividida en dos, a dife­rente altura, por lo que llamábamos el paseo —pues para pasear lo utilizábamos—, que era un camino de tie­rra apisonada de alrededor de 300 metros de largo y de cuatro de ancho, flanqueado por un robusto muro, de dos metros de altura, que lo protegía de los desliza­mientos de las tierras de la parte alta de la finca. De una ace­quia caudalosa que corría y limitaba esa par­te, partía un brazal cubierto que aparecía de pronto y que, co­rriendo paralelo a todo lo largo del paseo, rega­ba la par­te baja, mucho mayor que la de arriba y llena de fruta­les. De este brazal partía uno más peque­ño que atendía las necesidades de agua de mi casa y de la de mi tía Rosalía. Muchas tardes, acompañando a mis tías, caminaba por ese paseo que moría en un bancal de ciruelos; a la derecha, lindando con el bra­zal, había unos albaricoqueros enormes, ya muy anti­guos. Allá por el año 1.933 se arrancaron todos los ár­boles, dejando las tierras en blanco y listas para plan­tar hortalizas y verduras. Poco después, las parcelas se arrendaron a unos cuarenta o cincuenta colonos, y en ellas permanecieron hasta bastante después de la guerra. Allí se establecieron después gran parte de las Industrias Prieto.
Un año, no recuerdo exactamente la fecha, aunque ya en plena crisis del 29 —no tendría más de cinco años—, mis padres decidieron poner la fábrica en marcha. Supongo que con el permiso de mi tía Ro­salía, que era la dueña de casi todo, decidieron proce­sar la cosecha de albaricoques del huerto que consti­tuía la propiedad principal. El fruto en almíbar fabri­cado por mis padres se envasó en botes de cinco kilos y durante mucho tiem­po nuestro postre fue albarico­ques en almíbar. ¿Acaso hubo tan espléndida cosecha que dio para vender y co­mer durante tan largo tiempo? ¿O es que no se vendió nada, y por eso duró tanto? Lo cierto es que nunca se fabricó allí nada más.






5


Estuve cuatro años sola, como reina absoluta de dos casas. No solo de la mía, también de la de al lado, que era de mi tía Rosalía, madrina de boda de mis pa­dres y, después, de los cuatro de sus hijos que nacimos en Moli­na. Y en su casa, durante largas temporadas, vivían también los tíos Virtudes y Pedro, su hermana y cuñado respectivamente. Como ese matrimonio no tuvo hijos —consecuencia de un tumor en el vientre de mi tía—, estaba muy encariñado con sus sobrinos, especial­mente con los de la familia de su mujer.
Yo me pasaba la vida yendo de una casa a otra, ac­cediendo a través de sus patios, unidos por unas puertas siempre abiertas. Había un pequeño brazal de acequia que, en mi casa, cruzaba un lavadero cubierto en una dependencia de la fábrica y, en casa de mi tía, otro lavadero, este al aire libre. Pasaba yo por encima del estrecho regato, nada peligroso, y atrave­saba un bancal con árboles raquíticos hasta llegar al jar­dín, en la trasera de su casa, adjunta a la misma. Tenía muchas flores y, en el centro, un parterre con un rosal cuyas rosas rojo sangre parecían de terciopelo.
Al comienzo de la Guerra Civil mis tíos y mis pa­dres excavaron bajo ese rosal un refugio para dos ollas que contenían todas las monedas de plata y alhajas de las dos casas. Con ellas iba una hucha plateada con mis propias monedas de cincuenta céntimos de plata que, por entonces, abundaban. Finalizada la contien­da, las sacaron y entregaron al nuevo Gobierno para recons­truir el Patrimonio Nacional, expoliado durante la gue­rra y llevado a Rusia y Méjico.
En 1929, cuando iba a cumplir cinco años, mi ojo derecho enfermó y me lloraba continuamente. Don Juan Andrés Villena, nuestro vecino de enfrente y mé­dico de Medicina General, me diagnosticó una rija y que debía vérmela y curarme un oculista. Después de preguntar al resto de médicos de Molina, y a un primo hermano de mi abuela paterna, cirujano famoso, el doctor Quesada, que ejercía en Murcia, llegaron a la conclusión de que me llevarían a un renombrado oftal­mólogo de Orihuela. Acompañada de mi madre, fui a ese precioso pueblo y, después de observar mis ojos detenidamente, el oftalmó­logo confirmó el diagnóstico. Asistimos varios lu­nes a su consulta, donde me cura­ba con diverso instru­mental y, al cabo de varias sema­nas, le dijo a mi madre que estaba completamente cu­rada. Y así fue.






6


Desde la puerta de la calle de la casa de mi tía Ro­salía hasta la del patio, situada una frente a otra, ha­bía, separadas por un arco, una entrada y una cocina a con­tinuación; esta no se veía, pues unos armarios cuyas puertas se podían cerrar la dejaban al descu­bierto solo cuando se estaba cocinando. Nunca había visto yo nada semejante. Era como una cocina ameri­cana actual.
Todo el centro de los doce metros, que medía apro­ximadamente la casa de larga, estaba empedrado, como en las casas de los labradores, con un suelo ca­paz de soportar el peso de las caballerías.
A ambos lados de la entrada, había dos habitacio­nes con sendas ventanas a la calle. La de la izquierda, una pequeña sala de estar con una cama turca, era la que se comunicaba con mi casa a través de la ventani­ta de los churros y las porras.
La escalera de subida al piso alto partía de un cua­drado que tenía otra puerta dando a la alcoba de mi tía Rosalía, justo tras la cocina, con un cuarto de baño rec­tangular, parte del cual invadía el jardín, con tina e ino­doro. Era el primer cuarto de baño que vi en mi vida.
Frente al gabinete pequeño había otro gabinete mucho ma­yor, con mesa de camilla y sillones de mimbre alrede­dor; co­municaba con el comedor y este, a su vez, goza­ba de un amplio ventanal al patio.
Años más tarde, edificaron una nueva parte de la casa a la derecha del comedor, bajando dos escalones: cocina, despensa y cuarto de plancha, con chimenea in­cluida, poyo de hornillas y un fregador constituido por dos grandes lebrillos. Esta nueva construcción daba a la calle y al patio. De este modo, llevar el agua del aljibe, situado al fondo del patio, a la cocina se sim­plificaba mucho.
Cuando, camino de América, a mediados de la Gue­rra Civil, pasaron unos días en aquella casa Herminia, prima de mi madre, y su marido, el escritor ca­talán Ja­cinto Grau, la vi calentar ollas de agua con que llenar la tina para el diario baño de su esposo. De casa de mi tía se fueron para Murcia, a casa del tío Pe­dro, donde Herminia siguió calentándole el agua a su marido hasta su marcha a Panamá, en cuanto su esposo recibió el nombra­miento de Embajador de la República española.
Al lado del aljibe, a la derecha, había un lavadero y, a continuación, un servicio. El aljibe se limpiaba y lle­naba una semana después del nuestro, y suministra­ba más agua de la que la casa precisaba.
Mi tía vivía con una muchacha de servicio que se lla­maba Elena, quien hacía con frecuencia un guisado de patatas en crudo llamado caldico empaná que, además de ajo, perejil y piñones, llevaba a veces cone­jo, otras po­llo y, alguna vez, boquerones sin espina. Lo comí allí muchas veces, porque me encantaba y, por supuesto, mucho más que las tristes habichuelas de mi casa.
En el piso dormía Elena en una habitación que daba al patio. En una de las otras dos habitaciones, dormi­mos años más tarde mis dos hermanos y yo la noche en que nació el cuarto. Allí vino mi padre a dar­nos la nue­va de la llegada al mundo de un nuevo varón, sobre las doce de la noche. Se llamó Vicente, por nacer el día de San Vicente precisamente y por llamarse así, también, mi bisabuelo, padre de nuestra madrina y de mi abue­la Magdalena.






7


De pequeña, también frecuentaba la casa del ve­cino de enfrente, el Tío Manuel. Tenía dos hijos, Pepe y Blas; y una hija, Francisca, muy amiga de mi madre. Blas era alpargatero y tenía su taller en la entrada de su casa. Allí se confeccionaban desde las más sencillas alparga­tas (en mayor número) a las que servían para mudar los domingos y los días de fiesta (hechas de un tejido pa­recido al terciopelo), todas con las mismas suelas.
Yo me divertía jugando con las hormas sobre las que se montaban los distintos números y con los ma­zos con que se golpeaban las alpargatas durante el co­sido de las suelas. Por cierto, que el cosido se hacía con la pieza del revés y, finalizado, había que revolverla y darle a la sue­la con el mazo para que quedara bien recta.
Me llamaba mucho la atención el palmete, especie de rectángulo metálico con el que se empujaba la al­mará, aguja muy gruesa con la que se cosían las sue­las. Creo que había otras agujas algo menores con las que se recosían las alpargatas. A las agujas, almacenadas todas juntas en una caja, ni me acercaba por indicación de los mayores, que las consideraban muy peligrosas para una niña.
En un banco, unido a una mesa, Blas cortaba con patrones de distintos tamaños los cuerpos de las al­pargatas, que luego unas mujeres cosían a máquina para unirlos a las suelas.
Mi madre me tenía dicho que no cruzara la calle sin llamarla. Y cuando me cansaba de jugar, me para­ba en la puerta de la calle y comenzaba a gritar: "¡Mamá, ¿paso?!" Por supuesto, si mi mamá no estaba en la en­trada de mi casa, no podía oírme, y yo seguía formulan­do a gritos la misma pregunta un buen rato, hasta que, harta ya de oírme, Francisca, la hermana de Blas, me daba la mano y me cruzaba la calle. Lue­go, al entrarme en mi casa, le echaba a mi madre una buena rociada, porque cruzar no era nada peligroso: en todos los años que viví en la calle de la Consolación solamente vi pasar cuatro o cinco coches. Por allí solo circulaban los do­mingos unas cuantas caballerías car­gadas de hortalizas y verduras que, en el mercado se­manal, vendían los huertanos del otro lado del río Se­gura. Colocaban sus puestos en la plaza del Casino y, a derecha e izquierda, en la carretera con la que linda­ba.
Los hombres aprovechaban el pasar por la calle de la Consolación para entrar al patio de la taberna de Mino y almorzar un buen plato de michirones acom­pañados de un vaso de vino. En mi casa, cada día de fiesta, com­prábamos, a diez céntimos la ración, tres o cuatro platos de esos michirones para celebrar el día almorzando algo distinto. Recuerdo muy bien que estaban exquisitos; algo picantes, pero no en exceso; cocidos en su punto y en caldo espeso, en el que sopábamos pan. Yo, al me­nos, esperaba la hora del almuerzo de los domingos como la fiesta que era.
Cerca de mi casa, subiendo una calle que comen­zaba frente a la puerta principal de la taberna de Mino y que conducía al castillo, vivía una familia for­mada por la Tía Asunción, su hijo Manuel, viudo hacía años, y sus hijas Asunción y Manuela, parientes leja­nos todos de mi abuela y de mis tías; y con ellos man­teníamos mucha relación.
Cada año criaban en su cámara muchos gusanos de seda y me gustaba acompañar a las dos chicas a cam­biar las hojas de morera que los gusanos comían vorazmente. Creo recordar que esta operación la repetían tres o cuatro ve­ces al día.
Cuando los gusanos iban a hacer los capullos, se po­nían en los zarzos, unas ramas de árboles, y allí se los te­jían. Una vez construidos se procedía al desem­bojado o recogida de uno en uno, y no sé dónde los llevaban para ahogar a las mariposas que había en su interior, antes de que, al intentar salir, rompieran la seda. Había oído que los capullos se echaban en agua hirviendo den­tro de una caldera, lo que me parecía una crueldad, aunque necesaria para aprovechar el trabajo de tantos meses. También de los gusanos se sacaba la hijuela que servía para pescar con anzuelo antes de existir el sedal. Solo dejaban unos cuantos capullos, cuyas mari­posas ponían los huevos que eran la semilla del año si­guiente.
Esta faena, realizada exclusivamente por las muje­res, contribuía a mejorar la economía familiar y solían emplearse los beneficios en el ajuar de las jóvenes de la casa.
Casi todos los vecinos de mi barrio criaban gu­sanos de seda. Era tal la importancia que tenía en Mo­lina, que mi padre decidió asistir a un cursillo en la es­tación seri­cícola de La Alberca con objeto de orientar a sus alum­nos, los mayores de la escuela graduada. Allí se en­contraba la noche en que iba a nacer mi herma­na Ro­salía. Avisado, regresó en un taxi a Molina para recibir a su tercer vástago.






8


Mi primer hermano y celebrado primer hijo varón de mis padres, Vic­toriano, había nacido dos años antes (el 15 de agosto de 1928). El inicial regoci­jo duró poco, pues hubo que llevarlo dos días después a la iglesia a echarle el agua para que dejara de ser moro, pues en voz baja decían que se estaba muriendo. La en­cargada de llevarlo a bautizar fue mi abuela paterna, a la que llamábamos Mamá Mariqui­ta, que había venido de Villanueva para estar con mi madre en el parto.
De todos modos, la enfermedad no se prolongó de­masiado. Cuando mi abuela regresó a Villanueva, dejó a mi padre, su hijo menor, y a su nuera con una pare­jita. Una niña de cuatro mimados años y un chico que se lla­maba como su padre.
Nunca puede comprender en mi progenitor tanto en­tusiasmo por un nombre tan raro y, en verdad, tan feo, Victoriano. Mi padre había idealizado a su proge­nitor, primer Victoriano de la saga. Lo mencionaba con frecuencia, aunque apenas lo recordaba. Cuando, mu­chos años después, llamé a mi tercer hijo Victoriano, se alegró mucho, no solo por sí mismo, sino por su padre. La verdad es que fue una de las mayores satisfacciones de su vida y, aunque con el paso de los años tuvo otros nietos con el mismo nombre, nunca la ilusión igualó a la de la primera vez. A mi hijo, no obstante, tanto sus hermanos como su padre le llamaron siempre Víctor. No así yo, que insistía en que mi hijo se llamaba como mi padre.
Mi hermana Rosalía, como he contado, nació el 1 de mayo de 1930 y unos días después la bautizaron, cele­brándose una gran fiesta. Entre nuestra fábrica, hereda­da de mi bisabuelo, y la casa-chalet de mi Tía Virtudes, había un espacio rectangular muy grande cubierto por parrales, donde colocaron varias mesas de las que se usaban para seleccionar la fruta. Cubier­tas con blancos manteles, dispusieron sobre ellas fuentes con tortadas, galletas surtidas y frutas escar­chadas. Como el espacio elegido comunicaba con la calle por una enorme puerta, allí se situaron los chi­quillos de la vecindad para cantar:
Si no me das confitura
que se muera el compadre
la comadre, y 'tos'
menos la criatura.
Y el padrino, que lo fue de todos nosotros, mi cha­che Emiliano, hermano de mi padre, les echaba mone­das que ellos se disputaban con gran escándalo y risas. No recuerdo si las monedas eran de diez o de cinco céntimos. Pero dada la situación económica y que mi chache Emiliano no era un potentado, imagino que serían de las de a cinco. Esta fue la primera celebra­ción que vi en mi casa.
Cuando mi hermana Rosalía tenía unos dos años y medio, enfermó de fiebres maltesas y ocupaba la habi­tación pequeña de la entrada. Allí estuvo mucho tiem­po y soportó una fiebre alta durante más de un mes. Yo la consolaba como buenamente podía, pasando un rato con ella todos los días al salir de la escuela. Segu­ramente, las fiebres las contrajo al ingerir la leche de cabra que consumíamos todos. La comprábamos a un cabrero que ordeñaba, en la misma puerta de la casa, a sus anima­les en una medida que vaciaba en nuestra lechera de porcelana, y que se ponía a hervir de inme­diato en una lumbre. El fuego era muy vivo y en cuan­to empezaba a hervir, y subía la leche, la apartábamos antes de que se saliera. No me cabe duda de que el tiempo que hervía era insuficiente para esterilizarla. Y como mi hermana era la más débil de la casa, cogió las fiebres.






9


Algún tiempo antes de lo que acabo de narrar, fui­mos a pasar las Navidades a la casa de mi mamá Ma­riquita, en Villanueva. También estaban en su casa de la entra­da del pueblo, en la finca, los tíos de mi madre, Rosalía, Virtudes y Pedro.
Como regalo en la casa de mis tíos, los Reyes me iban a poner un coche de pedales rojo que parecía un deportivo. La noche del 5 de enero quisieron que me quedara a dormir en su casa para que pudiera disfru­tar, desde bien temprano, de tan fastuoso regalo. Pero yo, que nunca quería separarme de mis padres, a me­dia no­che armé una barraquera tal, que tuvieron que llevarme sus muchachas a la casa de mi abuela, don­de estaban estos y mi hermano.
Aún ahora, no puedo comprender muy bien cómo no me castigaron. Me dieron el coche cuando regresé a la finca con mis papás, y puedo decir que me quedé pas­mada, porque nunca pude sospechar que existiera un regalo semejante, aunque siempre tuve buenos Re­yes. Ya de vuelta en Molina, como el coche era muy grande y los pies no me llegaban a los pedales, Lázaro, que era el chófer de mis tíos, me empujaba por el paseo del huer­to, el que estaba detrás de nuestras casas.
Cada vez que llegaba la festividad de los Reyes Ma­gos, me quedaba asombrada al darme cuenta de la enorme diferencia que había entre mis regalos, verda­deros juguetes, y los de mis vecinitas: apenas una caji­ta de cartón con una serpiente de mazapán enrollada dentro y peladillas o, en el mejor de los casos, alguna de aquellas figuritas de barro, muñecas o caballitos, que unos hom­bres que pasaban por las calles ofre­cían a gritos a la clientela a cambio de trapos y alpar­gatas viejas. Yo tenía muy pocos años y no entendía por qué los Reyes Magos hacían esas diferencias entre niñas de la misma edad y que se portaban igual de bien. Al abrirme los ojos mis compañeras de es­cuela, comprendí la suerte que había tenido con los padres que me había deparado el destino.
Estas enormes diferencias entre unas familias y otras volví a constatarlas, algo más mayor, cuando me enviaban a guardar la tanda para cocer los dulces de Navidad al horno del Castillo. Nuestras tortas y mante­cados ocupaban varias llandas grandes, y las de las de­más eran a lo sumo un par. Y pensaba en lo mal re­partido que estaba el mundo.
Cuando tenía cinco años, mi padre fue con unos amigos a la Exposición Universal de Barcelona (1929) y allí adquirió para mí una cocina de juguete con todos los adelantos técnicos de la época, que en mi pueblo ni se conocían; tenía un depósito de agua con grifo en el fre­gadero, plancha y luz eléctrica y equipada con toda clase de menaje de aluminio. Su altura era de más de un me­tro y algo más de ancha. Según contaba mi pa­dre, hizo un viaje criminal de más de doce horas lle­vándola de­lante de las piernas, encogidas todo el ca­mino. Pero ¡oh sorpresa!; cerca de los Reyes, mi padre fue a la capital a adquirir algo para mi madre y mi hermano, y en el Ba­zar Murciano, en plena Platería, estaba la misma cocina y, sorprendentemente, diez pesetas más barata que en Barcelona. La explicación es muy simple: los cacharritos de aluminio procedían de una fábrica de Murcia.
Cuando mi hija María Virtudes tuvo unos cuantos años, busqué para ella una cocina igual. No lo logré, aunque sí una parecida. Pero a ella no le hizo tanta gra­cia como a mí, que siempre la he recordado como mi te­soro más preciado.






10


Un día de verano, un autobús más bien pequeño nos llevó a pasar el día al Mar Menor. Fuimos a Lo Pa­gán, donde mis otros vecinos de enfrente tenían una casa. A él lo conocen, don Juan Andrés Villena, el mé­dico que me ayudó a venir a este mundo. Su esposa, doña Fuen­santa Blaya, tenía gran relación con mis familiares. Como no tenían hijos, y yo entraba y salía de su casa continuamente, me tenían mucho cariño.
Don Juan no estaba casi nunca en su domicilio, y los pocos ratos que permanecía en él los pasaba en su des­pacho. No recuerdo haber visto nunca enfermos en su casa.
Una hermana de doña Fuensanta, que tenía varios hijos, murió instantáneamente de una caída cuando limpiaba los cristales de las puertas de un balcón. A partir de entonces, dos de los sobrinos de mi vecina an­daban mucho por la casa de sus tíos. Se llamaban Rafa­el y Tirso Camacho Blaya, y ambos eran muy ami­gos de mi padre. Rafael, que tenía un gran sentido del ritmo, le ayudaba en la preparación de los coros y fi­nes de fiesta de las obras de teatro, comedias o zar­zuelas que dirigía. Se echó una novia que no era muy del agrado de su tía, pero después de acabar la carrera de abogado y ganar las oposiciones a Secretario Judi­cial, se casaron. Pasa­dos muchos años, aún seguía carteándose con mi pa­dre.
La casa de don Juan era muy grande y todas sus es­tancias daban a la calle o a un patio anejo al edifi­cio. Por él discurría un brazal, del que llenaban el la­vadero, que seguía luego calle abajo, por detrás de una tapia, hasta el Molinín, que estaba a unos ochenta o noventa metros de distancia.
En el patio tenían gran cantidad de plantas, aun­que yo recuerdo especialmente un árbol de blancas y gran­des campánulas.
Detrás de la cocina había varias habitaciones (de­bían de ser las antiguas cuadras) llenas de “tesoros” perfecta­mente ordenados, entre los cuales me gustaba estar.
Por las noches su cocinera (les conocí varias) hacía las mejores patatas fritas a montón que he probado en mi vida. Carmen “la Casillera” rellenaba bastante a me­nudo panecillos, creo recordar que con la carne fri­ta so­brante del cocido, con piñones, añadiendo trozos de huevo duro. Después de quitarles parte de la miga, los rebozaba mojándolos en huevo batido y pan ralla­do. Los sobrinos de doña Fuensanta se los comían en­cantados y yo, por supuesto, también.
Volví a Lo Pagán con ellos en otra ocasión: un ve­rano, don Juan y doña Fuensanta me llevaron con ellos diez días, y recuerdo haberlo pasado muy bien. Lo en­contré muy distinto a Torrevieja, que es donde veraneá­bamos cada año. Nos bañábamos en un bal­neario desde cuyas cabinas, alquiladas por horas, ba­jaban al agua hombres y mujeres por unas discretas escaleras que es­taban separadas unas de otras me­diante esteras. En la arena de la playa solo soportaban el sol algunos niños jugando, vigilados por sus mucha­chas completamente vestidas.






11


A intervalos de año y medio aproximadamente, los hijos de la tía Filomena y primos de mi madre, Elisa, Paco, Pepe y Ezequiel, que eran músicos, daban algunos conciertos en Murcia, en las capitales cercanas y en los pueblos importantes. Cada vez que esto sucedía, aparecían en nuestra calle en un coche de su propiedad — ¡menudo cochazo!— con el que se desplazaban por toda España. Formaban el Cuarteto Aguilar y habían adquirido una merecida fama como geniales intérpretes de música clásica de púa. Eran ami­gos de nuestros mejores compositores y literatos (Falla, Granados, Alberti), y a ellos dedicó el escritor e historia­dor Salvador de Madariaga un pe­queño poema:
Virtuosos de virtudes
dejan sonoros ecos
cuatro laúdes,
un Velázquez y tres Grecos
No podéis imaginar el revuelo que se armaba en la fa­milia. Un par de semanas antes, solo se hablaba de su ve­nida, de cómo los iban a recibir, de qué iban a hacer de comer y no recuerdo de cuántas cosas más.
Como estaba acostumbrada a ser el centro de mi mundo, la primera vez que esto sucedió (para dar un concierto en Murcia y otro en Molina) estaba inquieta y algo desplazada de mi papel de protagonista absoluta, y sin que nadie me preguntara dije enfadada:
No les daré un beso.
Ninguno de los presentes hizo caso de esta salida de tono, y llegó el día de la visita. Cuando toda la fami­lia y el vecindario se arremolinó alrededor del coche, nadie se fijaba en lo que yo hacía, y despechada me fui calle aba­jo hasta refugiarme en el Molino de Enrique, con su mu­jer Francisca y su hija Nieves. No sé cuánto tardaron en darse cuenta de mi ausencia, pero de re­pente apareció mi padre enfadadísimo y, cogiéndome de un brazo y casi en volandas, me llevó a casa dándo­me azotes. Fue la única vez que mi padre me puso la mano encima y me impactó tanto, que ya no recordé mi tonta frase de “no les daré un beso”.
Los saludé y me porté como la niña buena que era casi siempre. Y comprendí, a tan temprana edad, que no podría ser el centro del mundo eternamente. Ya no era hija única: tenía un hermano, y mi madre estaba a pun­to de dar a luz. De hecho, no recuerdo haber teni­do ja­más celos de los cinco hermanos que me siguie­ron. Siempre los consideré, y lo eran, unos críos a mi lado.
En las demás visitas del cuarteto a mis tías y a mi abuela no provoqué la menor alteración familiar, aun­que pocas más fueron. La Guerra Civil estalló mien­tras el Cuarteto Aguilar estaba de gira por América, y nunca regresaron a España. Algo después, la tía Filo­mena y su hija Lola emigraron para ir a reunirse con ellos.






12


A los seis años comencé a ir a la escuela que esta­ba encima de la cárcel. La maestra se llamaba doña Ro­sario Mortes y era valenciana. Doña Rosario lleva­ba una vida muy sacrificada, pues su hermano Luis, que tras la muerte de sus padres siempre había vivido con ella, era disminuido psíquico. En Molina tenía fama de ser muy buena maestra, y así nos lo parecía a todas sus alumnas, pues, además de darnos conoci­mientos, pro­curaba educarnos bien, y era muy traba­jadora. Amplia­ba clases de labores a muchas de sus antiguas alumnas que acudían a la escuela todas las tardes, a partir de las cuatro, para bordarse el ajuar bajo su dirección.
Yo solo fui a su escuela durante cuatro cursos, pues a partir de los diez años me dediqué a estudiar los tex­tos de primero de bachiller. Sin embargo, durante mis bre­ves estancias en mi pueblo, siempre iba a saludar a doña Rosario y a estar un rato con ella.
Cuando comencé a ir a la escuela, ya sabía leer, pues alrededor de los cuatro años, los domingos por la maña­na, ya les leía a mis padres el periódico en la cama. Es normal que no recuerde ni de qué modo ni cuándo aprendí. Muchos años después, con los veinte recién cumplidos, me incorporé como maestra a una escuela y, al tratar de enseñar a leer a mis alumnas, me di cuenta de lo mucho que les costaba al principio no confundir unas sílabas con otras parecidas. Inten­taba evocar mis vivencias al aprender, pero no pude lo­grarlo.
Doña Rosario me enseño muchas cosas, pero lo que no fue capaz de transmitirme fue afición por la costu­ra, y mucho menos rapidez para confeccionar algo completo, pues recuerdo que mi madre, a poco de na­cer mi her­mana Rosalía, quiso que le hiciera una chambrita para la niña y cuatro años después, al ve­nir a este mundo mi hermano Vicente, aún no la había terminado.
Doña Rosario se relacionaba mucho con sus pai­sanos: el administrador de correos, señor Costa, su es­posa y sus tres hijos (dos chicas y un chico). La ma­yor, Bienvenida, pasados unos años, se casó con un mucha­cho de Molina, Esteban Romero, hijo mayor de un señor que era mayorista en maderas. La menor se llamaba Dorita. Y el niño, Rafaelito.
En Molina había otra escuela unitaria de niñas cuya maestra se llamaba doña Magdalena. Siempre ig­noré dónde estaba situada. Visto desde la lejanía, no deja de llamarme la atención el hecho de que, para chicos, ha­bía una escuela graduada con cuatro clases: primero, y grados elemental, medio y superior; y para niñas, solo dos escuelas unitarias. ¿Tal falta de hijas tenían los ma­trimonios de aquella época? ¿O acaso muchas de ellas no iban a la escuela?






13


Las obras de teatro que mi padre dirigía se ensaya­ban en mi colegio al oscurecer, a partir de las seis o las siete de la tarde. Cada temporada se representaban dos obras. Yo siempre acompañaba a mi padre a los ensa­yos. Cuando se estrenaba la función en el Teatro Vicen­te, ya me las sabía prácticamente de memoria.
Las actrices eran exalumnas de doña Rosario y los actores eran chicos que hacía pocos años que habían salido de la Escuela Graduada de mi padre, donde él daba clase siempre a los mayores.
Mi madre cooperaba cosiendo los trajes para los fi­nes de fiesta. Por casa hay aún varios trajes de charra, em­pleados en un coro en el que cantaban, muy bien, por cierto, Las Mozas de Sanabria.
En Molina había otra compañía de teatro dirigida por el Señor Sandoval, que era el sacristán de la pa­rroquia de Nuestra Señora de la Asunción y, si no me equivoco, había cierta encubierta rivalidad entre las dos compa­ñías. Sin embargo, cada director enviaba al otro en cada estreno las localidades de todo un palco para asistir a la función. En Molina estos estrenos eran muy sonados, pues todos los componentes y directores vivían en la lo­calidad. Para mí, como no había nadie en el mundo más listo ni mejor que mi padre, tampoco había funciones mejores que las que él dirigía. Puede comprenderse que mis dotes como crítico de teatro no eran muy de fiar, pero yo, sin ningún rubor, lo proclamaba así.
Las obras que representaban eran comedias, zar­zuelas y hasta operetas. Solo puedo precisar dos títu­los: Qué amigas tienes, Benita y Los sobrinos del capitán Grant, pero por mi cabeza, a ratos, rondan canciones de El rey que rabió y La rosa del azafrán, en su coro de Las espigadoras, y recuerdo muy bien a “San Anto­nio como es un santo casamentero...” En realidad, pa­saba casi todo el curso escolar asistiendo a los diverti­dos ensayos y, sin darme cuenta, ejercitaba continua­mente la memoria.
Ignoro cuándo estudió música mi padre. Supongo que cuando cursó la carrera de magisterio. Pero no solo tocaba el armonio y el piano, sino que era capaz de pre­parar coros de las zarzuelas para fines de fiesta y mon­tones de canciones populares que enseñaba a sus alum­nos y a sus hijos. Hasta compuso una misa de réquiem, pero no llegó a tocarse nunca: ni a la muerte de mi ma­dre, en 1983, ni en su propio funeral, en 1996, pues las partituras se habían traspapelado en su casa.
Tanto mi padre como mi madre están enterrados en nuestro panteón familiar de Molina. Al sepelio de mi pa­dre acudieron muchas personas para mí desco­nocidas. Eran la mayor parte exalumnos suyos que, a pesar de los muchos años trancurridos desde que fuera su maestro, no lo habían olvidado.






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Creo que cuando nací, el “chache” Arturo ya era pá­rroco en Ricote, aunque no sé desde qué momento de fi­nales de la segunda decena del siglo XX. Allí vivía con su madre, la mamá Mariquita, y una prima mía, hija de Fi­lomena, hermana de mi padre, y a la que lla­mábamos Filomenica, con el diminutivo a que son tan aficionados aún hoy los villanovenses.
De vez en cuando íbamos mi padre y yo a casa del tío Arturo a verlos a él y a mi abuela, y allí nos quedá­bamos desde el sábado por la tarde hasta el lunes por la maña­na. Muy temprano volvíamos a Molina. Al ba­jar de la catalana, como llamaba todo el mundo a cualquier au­tobús de línea de la empresa que daba servicio por aquellos pueblos, mi padre se iba a su es­cuela y yo vol­vía a mi casa con la persona que hubiera ido a esperar­me.
La casa de Ricote en que vivían el chache Arturo y mi abuela era de muy reciente construcción, y estaba muy cerca de la iglesia. Recuerdo que tenía un patio y una cocina a un nivel mucho más alto que el de los dormito­rios, el del comedor y el del despacho del tío cura. Había que subir lo menos catorce peldaños para salvar el des­nivel, por lo que el trasiego de la comida era algo penoso.
Para las fiestas de San Sebastián, patrono de Rico­te, aterrizábamos allí todos los de la familia, y mi padre tocaba el órgano en la iglesia.
Fue varios años antes, precisamente en una de esas fiestas de San Sebastián, la de 1919, cuando mi madre, que había ido a Ricote acompañada por la her­mana de mi padre, Rosalía (y de su tía, también Ro­salía, de cara­bina), fue requerida por mi padre para ser su novia for­mal. No creo que ella le diera el sí ense­guida, pues no era la costumbre. Sé de buena tinta que pelaron la pava bajo la ventana enrejada de casa de mi madre, en Villa­nueva, durante algún tiempo, después. Luego, mi padre hubo de irse a la Guerra de África. Tras dos años, regre­só y se casaron.
Mi madre, a quien su suegra, la mamá Mariquita, respetaba mucho, moderaba la costumbre de esta de que las camas se espavorizaran, es decir: se airea­ran, hasta después de mediodía. Al final, mi madre convenció a su suegra de que las camas se hicieran antes, aunque se deshicieran de nuevo luego. No que­ría mi madre que pensaran mal del buen gobierno de las mujeres de aquella casa los sacerdotes de los pue­blos limítrofes que acudían a comer por San Sebas­tián, el 20 de enero. Al­guna vez llegó a ir incluso el se­ñor Obispo. Como está­bamos todos juntos y eran fies­tas patronales, lo pasába­mos muy bien. Además, la comida era muy buena, por­que mi abuela era una excelente cocinera.
Ya que hablo de Ricote, diré que un año, en el mes de mayo, después de una de las funciones que mi pa­dre di­rigía, se alquiló un autocar y nos fuimos la fami­lia y par­te de las artistas a pasar el día a su sierra. El viaje de ida y vuelta lo hicimos sin parar de cantar y el resto del día lo dedicamos a admirar un bellísimo paraje, es­pesamente poblado por un gran bosque de pinos. No he vuelto nun­ca a visitar tan espléndido lugar. Me pre­gunto si aún existirá la casa del guarda forestal donde nos proporcio­naron agua para beber y algunas sillas.






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Mi familia adquiría las habichuelas a sacos. Las com­praba de la última floración de judías verdes, o ba­jocas, y había que desgranarlas en casa. Eran muy tier­nas y no precisaban remojo desde la noche ante­rior. Como a mis padres les encantaban, casi todos los días comíamos arroz y habichuelas, viudo o acompa­ñado de huesos de cerdo, tocino y morcillas, o habi­chuelas coci­nadas de otro modo (el número de recetas era muy am­plio). A mí no me gustaban nada, y cuan­do me encabe­zonaba y me negaba a probarlas, me en­viaban a la es­cuela sin comer, guardándomelas para la merienda. Me­nos mal que a una de las muchachas de mi casa duran­te muchos años, Consuelo la Caria, tampoco le hacían gracia; y cuando mi madre se des­cuidaba, me las tiraba a la basura y así podía meren­dar, cosa que hacía con mucho apetito.
He de aclarar que mi aversión por las alubias se debía no solo a la frecuencia con que se comían en mi casa, sino que, a causa de ser tan tiernas, se abrían muy pronto y dejaban flotar en el caldo parte de los coti­ledones, que parecían propiamente pequeños gu­sanos. Eso me impedía llevarme a la boca una sola cucharada. Si subsistí sin deterioro físico a aque­lla larga época de alubias, se debió a que alguna vez por semana comía fuera de mi casa: unos días con don Juan y doña Fuensan­ta, y otros, con mi tía Rosalía.
Con el paso de los años a mis padres no dejaron de encantarles las habichuelas, pero yo sigo sin probar­las, aunque desde que dejé de vivir en Molina, en 1935, no he vuelto a ver nadando en el caldo aquellos “gusanitos”.
Nuestra vecina de enfrente, Francisca, ya se había casado con Enrique Gil, el Molinero; y su hija mayor, Nieves, era una de mis compañeras de escuela, aun­que algunos años menor que yo. Una tarde, a la salida de clase, nos fuimos a ver una casa que le estaban haciendo a su tío Pepe, que se iba a casar pronto, y nos entretuvimos un buen rato. Al volver a mi casa, por llegar tarde, mi madre me cas­tigó. ¿Sa­béis cómo? Me sentó en la escalera de subida al primer piso y me ordenó muy seria, que no me mo­viera de allí. Y la obedecí, y me quedé sin salir a jugar un rato, como cada tarde, con mis amigas, a deambu­lar por las calles de mi barrio.
Solamente otra vez repitió mi madre ese mismo casti­go durante toda mi infancia. Ya era algo mayor, pues ha­bía hecho la Primera Comunión, y debía ir a Misa los domingos. Solía acudir a la de doce, pero ju­gando con Nieves en una casa provisional donde esta­ban su abuelo y sus tíos, mientras les arreglaban la suya, se me fue el “santo al Cielo”. Entretenida con los juegos, se me hizo algo tarde la Misa, y así se lo dije a mi madre en cuanto llegué a casa. Y esta, para que no me volviera a pasar, me castigó sentándome de nuevo en un escalón y me dijo, muy seria, que esa tarde de domingo no saldría, y que no anduviera zascandileando por la casa, sino sen­tadita allí. Un rato después, no obstante, me dio permi­so para jugar un rato. Puedo asegurar que nunca más di motivos para enfadar a mi progenitora, llevando mu­cho cuidado en cumplir lo que me habían dicho mil ve­ces que hacía una niña bien educada.
A Nieves nunca he dejado de considerarla una bue­na amiga, aunque la haya visto en muy contadas oca­siones desde entonces. Lo pasamos muy bien juntas y también sufrimos algunas inesperadas vivencias.
Un domingo, estando en Misa de doce, se oyó un rui­do muy fuerte. El sacerdote se puso pálido y muy rígido. Alguien salió a la calle por una puerta lateral del templo y regresó diciendo que allí mismo le habían pegado un tiro a un hombre y que estaba muerto. Todo el mundo temblaba, pues pese a estar en plena República, era la primera vez que mataban a una per­sona en Molina. Nunca supe quién era ni cómo se lla­maba ese hombre. Pero ese año, el Día de los Santos, de visita al cementerio vi a una hija suya, ya adoles­cente, cómo lloraba desconsoladamente, arrodillada junto a su tumba. Esta desgarradora escena, y el re­cuerdo del día en que lo mataron, me impactaron pro­fundamente.






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Hice mi Primera Comunión el jueves 3 de mayo de 1932, Día de la Ascensión, uno de los, según el popular dicho, tres jueves del año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascen­sión. Desde siempre en Molina, los niños comulgaban por pri­mera vez ese día tan solemne. Tras el Concilio Vaticano II, la Ascensión dejó de ser día festivo, y su celebración se trasladó del jueves al que corresponde­ría según el cómputo de cuarenta días exactos tras el Domingo de Resurrección, al siguiente domingo, por lo que la prime­ra comunión en Molina supongo que, en la actualidad, debe de celebrarse otros días.
Por segunda vez en mi vida, la fatalidad borró la aleg­ría de un día tan señalado. Mi abuelita Magdalena, que siempre había vivido con nosotros, murió el 25 de abril de ese año. Ya llevaba años enferma y su cuñado, el doctor González-Aguilar, médico de la Casa Real en Madrid, y sus sobrinos, Vicente y Virgilio, hijos de la tía Elisa, doctores y propietarios de la Clínica Peña­randa en Palma de Mallorca, se esforzaron mucho para aliviarla. Pero todo fue inútil.
Cuando se proclamó la II República en España, el 14 de abril de 1931, se suprimieron las clases de Reli­gión en las escuelas. Por eso, al salir de clase por la tarde, las alumnas de siete años nos preparábamos para la Prime­ra Comunión fuera de la escuela. Íbamos a la casa de una señora llamada Eusebia, que vivía muy cerca de la carretera, enfrente de la plaza del Tea­tro Vicente, en una especie de plazuela de donde arrancaba la calle en que yo nací. Esa señora nos mandaba estudiar cada día dos preguntas del Catecis­mo del Padre Ripalda y, a la tarde siguiente, nos las hacía repetir de memoria de una en una. Yo pasaba mucho rato intentando memorizarlas e implicaba a mis padres para que me las preguntaran y, así, repetir­las una y otra vez.
Pensaba, preocupada, que cuando comenzara a es­tudiar unos años después, si me costaba tanto aprender algo como las cinco líneas de unas preguntas del cate­cismo, iba a fracasar rotundamente en mis deseos de cursar el bachillerato y una carrera; y, sobre todo, mi padre se disgustaría al ver que no servía para algo que tanto le ilusionaba, no solo para mí, sino para to­dos sus hijos. Solo tres años después, pude comprobar que no era tan difícil aprender cosas.
Tan solo una semana antes de recibir la Comu­nión, falleció mi abuelita, quien, sabiéndose morir, al­gunos días antes había manifestado a mi madre y a sus her­manas su voluntad de que no se pospusiera mi Comu­nión por tal causa. Y así quedó acordado por to­dos.
En Molina, era costumbre ir a buscar, la víspera de La Ascensión, al Niño Jesús de Praga a la ermita de la Virgen de la Consolación. Todos los críos que comulgá­bamos al día siguiente salíamos en fila de la parro­quia muy “mudados”; las niñas, con pamela. La mía, para manifestar el reciente luto y la pena que tenía­mos, lleva­ba una banda negra de terciopelo alrededor de la copa; y esta pequeña señal se repitió en la corona que portaba para sujetar el velo el día de la Ascensión.
Nunca he visto llorar a mi madre con más descon­suelo, por lo que pasamos un día no muy feliz.
Lo contenta que habría estado ella viendo a su nie­ta mayor, en esta fecha tan señalada, y acompa­ñándola— la oí decir varias veces.
No necesito aclarar que no hubo la menor celebra­ción. La muerte, por segunda vez en mi corta vida, ha­bía traumatizado y entristecido uno de los aconteci­mientos más importantes de mi infancia.
La noche del velatorio de mi abuela, me empeñé en no irme a la cama. Mi madre me tomó en sus brazos y en ellos me adormecí, entre rezos y suspiros, hasta que me subió mi padre al lecho en el primer piso. No lle­gué a ver a mi abuelita muerta, pues ya entonces co­mencé a manifestar lo poco que me gustan los vela­torios, los entierros, las visitas a los difuntos y a los ce­menterios.
El día del sepelio de mi abuelita, su hijo Rafael, único hermano de mi madre, les vendió a mis padres una casa, entonces vacía, que había construido su madre para él.
A mi abuelita la enterraron en el panteón familiar del cementerio de Molina, pero yo no acudí a la inhu­mación de sus restos. El solar de ese panteón lo había comprado mi bisabuelo Vicente, quien enterró allí a su esposa Filo­mena. Erigió sobre su tumba el mausoleo mi abue­lo Pedro Sánchez Ramón, que era contratista de obras —construyó una buena parte de las carreteras de la provincia de Murcia y el puente de Alguazas, sobre el río Segura, muy cerca de Molina—, a quien no lle­gué a conocer. Sin embargo, cuando nací, me regaló una medalla y una cadena de oro que llevé puestas muchos años. Siendo mayor, un verano en Villanueva, me desapareció del ca­jón de la mesilla días antes de marcharnos a la playa.
Poco tiempo después de hacer la primera comu­nión, en el barrio en que vivía, se produjo un suceso gravísi­mo. Una de las hijas medianas del señor Prieto, unos cuatro o cinco años mayor que su hermana Eu­lalia y yo misma, sufrió un accidente que le costó la vida. Tendría unos doce años la chica y trabajaba de aprendiza en el taller de una modista de la villa. Ob­servó que tenía una mancha en la parte baja de su vestido y se la lavó. A continuación, intentó secar la humedad con una plan­cha de hierro en cuyo interior llevaba carbón vegetal al rojo vivo y que ponía la plan­cha a muy alta temperatura. Y al acercarla al trozo mojado, unas brasas debieron de salirse, prendiendo fuego a la tela que rápidamente co­menzó a arder. Cada vez crecía más el fuego, hasta no poder ser apagado. Y María, creo que se llamaba así, acabó falleciendo. El día de los Santos, junto a su tum­ba, había una foto de ella en una cama, ya muerta. Fue algo verdaderamen­te impresionante verla así, rodeada de sus hermanos.






17


Durante más de un mes tembló la tierra de vez en cuando en mi pueblo. Este de vez en cuando, según los mayores, era unas cuantas veces, tanto de día como de noche. Con tantos terremotos, aunque no eran muy fuertes, todos teníamos el miedo metido en el cuerpo.
En mi casa decidieron que, mientras durasen los seísmos, dormiríamos en el huerto, al principio del paseo. Utilizando la mayor altura de los bancales de la izquierda y algunas mesas de la fábrica, montaron una especie de tiendas de campaña con mantas y sá­banas. Y allí pernoctamos un mes largo.
No recuerdo el año exacto en que pasó, pero no ten­dría yo más de seis o siete años y sí sé que no hacía mu­cho fresco, por lo que pienso que fue a finales de verano o principios de otoño. Finalizada esta experien­cia, volvimos a la casa a dormir en nuestras cómodas camas de colchones de lana.
Una vez por semana (en algún caso excepcional, dos) al llegar a mi casa tras la escuela, me daban una peque­ña cacerola y, siempre acompañada de algunas vecini­tas, me iba cerca del río, al matadero, a buscar una sangre que nos iban echando en nuestra vasija confor­me sacrificaban al cordero de turno.
En nuestra bendita ignorancia de la escasa edad, para que se nos cuajara la sangre, poníamos en la ca­cerola una cruz hecha de matojos que crecían por los riba­zos. Y el milagro se producía. Claro que no sabía­mos que la sangre se cuaja al enfriarse en cualquier caso.
Al llegar a mi casa la echaban en agua hirviendo y, una vez escurrida, se freía con bastante cebolla, pro­ducto muy abundante y, según decían, muy rico de la fértil huerta molinense. Se le añadían piñones y pi­mentón pi­cante o guindilla (en poca cantidad); esta cena nos gus­taba a todos mucho. Desde aquella lejana época no he vuelto a comerla.
Debería retomar esta costumbre semanal de mi infancia, pues, de vez en cuando, en los análisis se me refleja algo de anemia y, según dicen los enten­didos, la sangre frita con cebolla y las morcillas, por llevar san­gre también, son muy buenas para elevar la cantidad de glóbulos rojos y de hierro. 






18


Todos estos retazos sueltos que voy contando, creo que un poco sin orden ni concierto, pueden dar idea de mi primera infancia hasta después del nacimiento de mi hermana Rosalía, de la que me separaban casi seis años. Entre ella y yo, estaba mi hermano Victoriano. Sin em­bargo, tener dos hermanos no era para mí motivo de disgusto, sino de alegría, pues nunca noté en mi fami­lia el menor distingo que me hiciera sentirme despla­zada. Todo el mundo me seguía mimando y jamás vi que mi padre, pese a haberle nacido su primer hijo va­rón, llamado como él, descuidara ninguna de sus aten­ciones para conmigo. Y seguí, al menos yo estaba se­gura, subida al pedestal en que me habían colocado. ¿O me había izado yo sin ayuda de nadie?
Mientras yo seguía “erre que erre”, apegada a mis pa­dres, mi hermana, ya curada de las fiebres malte­sas, algo más crecida, pasaba mucho tiempo con mis tíos, sentada en su gabinete. Y, poco a poco, estos fue­ron acostumbrándose a su presencia.
De todos modos, como Rosalía era muy pequeña, a la hora de salir de Molina, mis tíos preferían mi com­pañía, aunque yo la armaba donde íbamos, como pasó en los Baños de Mula.
¿Qué hacía entre tanto mi hermano? Crecía y juga­ba por el huerto dando patadas a un balón bajo la atenta mirada de mi madre e intentando, siempre que podía, subirse a cualquier burro que se pusiera a tiro. La con­secuencia era la rotura de brazos, muñecas y piernas.
Mi tercer recuerdo de un regalo de Reyes extraor­dinario no es de ningún miembro de la familia, sino de la esposa del notario de Molina, don Evaristo Lla­nos, a la que yo llamaba mi “tía Lola”. El matrimonio tenía cuatro hijos: dos chicas, Teresa y Lolica, y dos ni­ños (bueno, no tan niños a mi lado), llamados Evaristo y Vicente. En su casa pasaba muchos ratos, entraba y salía como una hi­jita pequeña.
Un año, en la fiesta de Reyes, me regalaron un Niño Jesús vestido de azul, con una cruz detrás, a la que se cogía con un brazo, apoyándose ligeramente en ella. Es­taba colocado en una capillita de madera; y mientras viví en mi casa, estuvo colgado en una pared de mi dormitorio. Me lo llevé al casarme, y presidía la habitación donde mis hijos pequeños dormían. Varios años después, al emanciparse mi hijo José Carlos, me lo pidió y se lo di. No pasó mucho tiempo sin que se le rompiera al caérsele al suelo, pues al colgarlo había prescindido de colocarle el tornillo que fijaba el Niño a la capilla.
Hará unos cuatro o cinco años encontré una figura exactamente igual; era de marmolina blanca, en lugar de ser de escayola; y la adquirí, atreviéndome a pintar­la con los mismos colores que tan bien yo recordaba. Claro que no es el mismo de toda la vida, pero lo tengo colgado enfrente de mi cama en mi habitación y lo que sí puedo asegurar es que mientras yo viva esta imagen no se la daré a nadie. ¡Después, Dios dirá!
A partir de cumplir los cuatro años, mi hermana se iba con mis tíos de vez en cuando a Murcia. Su ausen­cia no duraba mucho. Una semana después iba a re­cogerla mi madre, aunque ella se resistía a volver cada vez con más insistencia. Mi tía Virtudes falleció en enero de 1934 en Molina. Cuando su esposo regresó a Murcia a cumplir sus obligaciones, se llevó con él a mi tía Rosalía y a mi hermanita. La pequeña se quedó con él desde en­tonces, acompañados de mi tía Matilde y su hija Caroli­na. Rosalía tenía entonces cuatro años, y aún tar­dó uno más en ir al colegio. Como no tenía otra cosa que hacer, acompañaba cada día a nues­tra madrina a misa de doce a la Catedral. Al principio la echaba mucho de menos, pero como pasa­ba temporadas en Molina, me fui acostumbrando a sus ausencias.
Mi hermano Vicente nació el 22 de enero de 1935, y muy pronto comenzamos a preparar nuestro trasla­do a Murcia, que fue en mayo de ese año. Yo iba a exa­minarme de ingreso y primero de bachillerato a prime­ros de junio, así que tenía que estudiar en medio de la vorágine del traslado: al llegar a Murcia, mientras bus­caban piso mis padres, nos instalamos también en casa del tío Pe­dro.
Al finalizar los exámenes, con media de notable, re­gresamos a Molina para seguir los preparativos de nues­tra marcha definitiva: tapizado de muebles del ga­binete, limpieza y barnizado del comedor, repaso de los dormi­torios y camas, que nos dieron mucho trabajo, sobre todo a mis padres y a una chica que teníamos varios años ya, que se llamaba Antoñica, hija de un al­bañil, de nombre Luciano, padre de familia nume­rosísima; tanto que, cuando le preguntaban que cuán­tos hijos te­nía, respondía él:
Catorce vivos que viven conmigo, y cuatro más que se me han muerto, ¡por gracia de Dios!
Antoñica se vino con nosotros a la capital a finales del verano y allí permaneció año y pico hasta que, al fa­llecer un tía suya soltera que vivía con su abuela, tuvo que sustituirla para no dejar sola a la anciana.
Mis dos hermanos, Victoriano y Rosalía, recibieron la Primera Comunión juntos en mayo de 1936, en el Cole­gio de los Maristas de Murcia, de manos del Señor Obis­po. Mi hermano estudiaba en aquel colegio, mien­tras que mi hermana lo hacía en las Carmelitas. Así que —no sé cómo lo consiguió mi padre— fue la única niña entre muchos varones y comulgó vestida de mon­ja novi­cia. En la fotografía del grupo que conmemora­ba el so­lemne acto, mis hermanos aparecen a ambos lados del prelado.
La celebración fue espléndida.






19


A poco de proclamarse la II República, mis tíos, ya mayores, decidieron ir a pasar unos días a los Baños de Mula y me invitaron a acompañarlos. Al ser una niña de 7 u 8 años, me hacía mucha gracia estar unos días fuera, bañándome en compañía de mis tíos Virtu­des y Pedro, y de mi madrina, la tía Rosalía. También venían con nosotros las dos muchachas que servían en su casa.
Mi madre tuvo la feliz idea de acompañarnos en un taxi grande, con mi padre y mis hermanos, a pasar el primer día. Y toda mi ilusión y ganas de baños se aca­baron en cuanto los vi volver a subir al coche para re­gresar a Molina. La sensación que recuerdo es la de abandono. En cuanto desaparecieron de mi vista, co­mencé a llorar con desconsuelo.
En la puerta de la casa, había unas casetas de fe­ria y, en ellas, varios niños y niñas con los que no me deja­ban jugar. Ambas cosas: la marcha de mis padres y her­manos, y el estar en un lugar desconocido sin te­ner con qué distraerme, con todo un largo día por de­lante, sin nada que hacer después del baño, me po­nía muy triste; y mis lloros, no solamente no acaba­ban, sino que se incrementaban.
Mi tío Pedro estaba desesperado, pues tanto escán­dalo era insoportable para él, acostumbrado como es­taba al silencio de una casa en perpetua paz. Al pobre ni siquiera le cupo la solución de llevarme a mi casa para recuperar la tranquilidad, pues los taxistas esta­ban en huelga por aquellos días.
En realidad, solo recuerdo haber llorado y suspira­do los dos o tres primeros días. Después, entre los ba­ños calientes en la gran bañera de la casa, y los pa­seos por las orillas del río Mula, que estaba muy cerca, y al cual se accedía desde el patio, fui calmándome poco a poco. Y me dediqué a deambular para recoger juncos, con los que las dos muchachas de mi tío y yo jugábamos mucho rato mientras hacíamos lo que allí llamaban una baraja, que consistía en cortarlos en trozos de unos 12 centíme­tros combinando las partes blancas y verdes. Total, que cada vez berreaba menos y volvía poco a poco a mi na­tural, que solía ser afable y alegre. De todos modos, cuando pasaron los días de estancia en los Baños de Mula y llegó la hora de vol­ver a Molina, me puse muy contenta.
Tuvieron que pasar varios años, unos cinco por lo menos, para que mis tíos se decidieran a llevarme con ellos a algún otro sitio. La siguiente vez, ya fallecida mi tía Virtudes, fue a Torrevieja, y solo unos cuantos días antes de que lo hicieran mis padres y hermanos, pues cada año íbamos allí a pasar un mes, a partir del 15 de julio. De aquel veraneo siempre regresábamos el 13 de agosto.
A Torrevieja íbamos desde que yo tenía 18 meses. Es­taba entonces muy enferma y apenas comía nada. Mis padres estaban desesperados. Tanto, que mi abue­la aca­bó por llevarme a Murcia a ver a una curandera parien­ta suya de nombre Consuelo Vidal, que le ase­guró que no me moriría si me daban cada día una cu­charada de un agua que puso en una botellita. Des­pués de haber pasado varios meses en Villanueva con mi madre sin ninguna mejoría, decidieron probar cómo me sentaba la brisa marina. Aprovechando que una hermana de mi abuela y sus hijos vivían en ese pueblo tan bonito que era entonces Torrevieja, allá nos fuimos una mañana del verano de 1926 en un tren de vía estrecha. Poco antes de llegar a nuestro destino, pedí algo de comer; y me die­ron una galleta. Luego pedí otra y otra. Una vez estimu­lado mi apetito, no dejé de alimentarme el resto de mi vida.
Nuestros veraneos en Torrevieja solo se interrum­pieron durante la Guerra Civil. Al finalizar esta, segui­mos yendo invariablemente. Por eso recuerdo su playa en el centro del pueblo —donde hoy está el Club Náu­tico—, que, aunque no era muy grande, tenía dos bal­nearios. Mis padres alquilaban una hora (de 12 a 1), una de las cabinas desde las que, por medio de unas escalerillas, se llegaba al agua. La casa se tomaba para pasar el mes de verano y se pagaba según el número de camas de que disponía, 100 pesetas al mes por cada una; y el pueblo prácticamente finalizaba dos ca­lles por encima de la Iglesia.
Torrevieja carecía de puerto y durante la contienda hicieron uno ocupando la playa del pueblo, que des­apareció. A partir de entonces íbamos a bañarnos a la playa del Cura, lo que era toda una excursión de la misma im­portancia que si, aprovechando para visitar al hermano de mi madre, el Tío Rafael y su familia, íbamos a la pla­ya del Acequión, que es donde estaba la casa en que ve­raneaban.
El regreso de Torrevieja, cada año, era siempre la vís­pera de las fiestas patronales de Villanueva, la Vir­gen de Agosto y San Roque. Siempre íbamos a casa de mi abue­la paterna, que estaba allí con nuestro pa­drino y su fa­milia, la tía Antoñica y sus hijas, Merce­des y María.
Mi padre recordaba allí su niñez y participaba en las fiestas con mucha alegría. Lo que más le gustaba eran los conciertos que la Banda de Música daba des­pués de cenar en la plaza y las funciones religiosas a ambos ti­tulares de las fiestas, Nuestra Señora de la Asunción y San Roque, con sus respectivas procesio­nes.






20


Desde la cocina de mi casa de Molina, a mano izquierda del al­jibe, había una puerta que daba a la fábrica. Allí te­nía mi padre una gran mesa de despacho, una pizarra y va­rios pupitres para alumnos. Mi padre daba clases parti­culares dos veces al día a dos grupos de seis alumnos. El primero, de ocho menos cuarto a nueve menos cuarto, antes de la sesión matinal de la escue­la; el segundo, de doce y media a una y media. Los alumnos de ambos turnos estudiaban Bachillerato o Magisterio. A la última hora asistía yo sentada en una silla, y más quieta y callada que una muerta, escu­chando todo lo que mi padre enseñaba a estos grupos de chicos. Seguramente pensaréis que no era lo más adecuado para una niña de tan corta edad, pero a mí me gustaba mucho oír tantas y tantas cosas nuevas.
Cuando comencé a estudiar para examinarme de in­greso y primero de Bachiller, en mayo de 1935, yo recor­daba haber oído, no una, sino varias veces, lo que debía aprenderme. Ello me ayudó al co­mienzo de mis estudios y me animó a proseguirlos año tras año hasta finalizar el bachiller en 1942, en que hice el Examen de Estado, que me abría las puer­tas de la Universidad y del Magisterio para bachilleres, con califi­cación de notable, la misma nota con la que lo había empezado.
Cuando mis amigas y yo teníamos alrededor de nue­ve años, nos gustaba acercarnos a la orilla del río, don­de una barca muy grande estaba amarrada en el lado de Molina y cruzaba el Segura ayudada por una gruesa maroma. La guiaba un barquero llamado Lean­dro Can­tero, quien valiéndose de una larga pértiga movía y se­paraba la barcaza de la orilla con gran faci­lidad. Me pa­rece que el importe de pasar el río en la barca era de 20 céntimos. No recuerdo haber cruzado nunca el río y, por tanto, haber estado del lado de la Torrealta y La Ribera de Molina, pedanías ambas de mi pueblo.
Utilizando este medio, llegaban los huertanos del otro lado todos los domingos con sus caballerías y al­gún carro, cargados con los ricos productos de la huerta, para asistir al mercado semanal.
Cerca del lugar de amarre estaba el matadero y, pe­gada casi a él, la ermita de la Patrona del pueblo, Nues­tra Señora de la Consolación, muy querida por todos los molinenses que, desde bien pequeños, aprendíamos su himno, que comenzaba así:
Cánticos de gloria
con arpas de oro…”
Yo aún lo recuerdo entero. No así el himno de Moli­na que mi madre me enseñó, del que no recordaba más que los cuatro primeros versos:
Molina, rico tesoro
¡Oh, si pudiera cantarte!
Envidia fuiste del moro
que nunca podrá olvidarte.
Esta redondilla se repetía con alguna variación en su música. Mi madre, que entonaba muy bien, la canta­ba a menudo.
Tras indagar entre corales de Molina, que no sa­bían nada de tal himno, y el Ayuntamiento, encontré a un funcionario, don Antonio López Meseguer, que me lo proporcionó entero, letra y música, aunque se des­conoce el autor.






21


Los domingos por la tarde, cuando llegaba el buen tiempo, algunas vecinas cuyos padres habían dedicado gran parte de su jornada laboral durante meses a la cría de la planta del pimiento, se marchaban a la huerta a cuidar las “almajaras”, mientras sus progeni­tores des­cansaban un rato y echaban una partida de dominó. Cada almajara era cuidada por cuatro niñas. Yo las acompañaba muchas veces. Nuestro entreteni­miento, en la huerta, era jugar a las cartas.
El único medio, en aquellos años, de criar las plan­tas de los pimientos era este costoso y largo procedi­miento. Cuando las plantas habían adquirido el tama­ño adecuado se vendían en manojos de unas veinticinco en los mer­cados, tanto en el de Molina como en los de los pue­blos cercanos; y, parece ser que se los quitaban de las manos, pues las cosechas de diferentes clases y formas de los pimientos eran muy buenas y abundan­tes. Esta actividad debía de ser bastante lucrativa, pues durante varios meses era su casi exclusivo traba­jo.
Las almajaras consistían en un rectángulo de unos doce metros de largo por unos tres de ancho, dividido a su vez en cinco partes más pequeñas que tenían entre sí un pasillo de unos treinta centímetros, desde el cual se lim­piaban de hierbajos las diminutas plantaciones. Sobre la tierra del suelo había piedrecitas de río, lla­madas “chinarros”.
Por detrás se erguían unas altas cañas, colocadas una junto a otra, que se curvaban sobre la almajara; y, al caer la tarde, para preservar las plantas del fresco de la noche, se tapaban por delante con unos cañizos apoya­dos en una cuerda tendida a lo largo de los doce metros, y sujeta con dos fuertes palos a ambos lados. Si el frío era muy intenso, se arropaban con “mantos” confeccio­nados con matas de trigo.
Nuestra estancia en la huerta alternaba el juego de la baraja con mover una especie de plumero para ahu­yentar a los pájaros que depredaban como un tierno manjar las plantas jóvenes, y las picoteaban en cuanto una se descuidaba.
El juego de las cartas, fuera la brisca o el siete y me­dio, no me gustaba mucho, pues como era y es ha­bitual en mí, nunca ganaba. En un ratillo, perdía los 10 céntimos que mi madre me había dado para pasar el domingo. Cuando me cansaba de perder, dejaba a mis amigas irse a las almajaras y volvía yo a lo que acostumbraba: como siempre he sido muy golosa, procuraba guardar durante la semana 5 céntimos, que, añadidos a esos 10 extras del domingo, me daban para comprar en una confitería que había en la carre­tera, cerca de la cárcel, un cuerno de hojaldre y merengue. Y así pasaba mejor el rato que yendo a las almajaras. A cambio, tenía que pasar la tarde sola, pues todas mis amigas estaban en la huerta y yo, para no aburrirme, me ponía a leer después de merendar.






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Los días laborables merendaba al salir de la escue­la. Cuando en casa se habían terminado los embuti­dos de la matanza, me daba mi madre un pedazo de pan y 10 céntimos para que me comprase en la tienda del Señor Torrano, situada en mi misma calle, pero más cerca de la Plaza de la Iglesia, algún companaje. Por solo 5 céntimos me llevaba una porción de choco­late de las 8 de que constaba la tableta de media libra (alrededor de 200 gramos) y también una morcilla. Con mis 10 cénti­mos me daban un chorizo o un buen trozo de longaniza, salchicha, butifarra o morcón.
Cuando era pequeña, en mi casa amasaban un día a la semana. Para mí hacían un panecito redondo que me comía caliente, recién llegado del horno, con aceite y sal. Guardaban el pan, cuando se enfriaba, en una orza grande. La tapaban con una masera de las usa­das para cubrir las masas en la artesa, atada en la boca, y le co­locaban una tapadera de madera.
Mi padre no olvidó nunca las penurias pasadas en su casa cuando se quedó huérfano y por ello adquiría la comida al por mayor, no dejando de trabajar cuanto fue­ra necesario, dando clases particulares, con el fin de que no nos faltara nada y pudiéramos ir cada año un mes a la playa. No necesito aclarar que, por aque­llos tiempos, era algo que no hacía casi nadie.
Cuando mi padre iba por la carretera hacia su es­cuela, al pasar por la puerta del almacén de coloniales de los hermanos Gil, estos le avisaban si habían recibido una buena harina de la Mancha, que adquiría a sacos, o un buen aceite de Jaén, que compraba en pellejos de cincuenta litros. A veces nos llevaban garbanzos, pata­tas y bacalao, este último, especialmente, en Cuaresma.
Muy poco tiempo después, comenzaron a vender pan a diario en los hornos de Molina y, como a mi ma­dre no le hacía ninguna gracia el pan duro, dejaron de amasar cada semana. Volvieron a hacerlo después de la guerra por la escasez de alimentos y el racionamien­to del pan, y compraban el trigo en un pueblo de Ex­tremadura, don­de un sobrino de mi padre estaba des­tinado como secre­tario del ayuntamiento.
Cerca de la Navidad, una vez crecí un poco, me man­daban al horno del Castillo, situado en una calle­juela enfrente de la puerta principal de la Iglesia, a guardar la vez para cocer las tortas y los mantecados que cada año hacía mi madre y que, después de mar­charnos de Moli­na, iría a confeccionar y cocer a Villa­nueva. Jamás los he comido mejores. Por más que me esfuerzo cada año en imitarla, nunca me salen tan buenos como a ella. ¿Por qué, si utilizo su receta?






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El día de San Vicente Mártir, el 22 de enero de 1935, nació mi hermano, y le llamaron como el santo del día, casualmente patrón de Molina, y cuyo nombre coincidía también con el de nuestro bisabuelo.
Mi padre hacía unos años que había ganado por opo­sición la plaza de Profesor de la Escuela Preparato­ria del Instituto de Enseñanza Media de Murcia. Sin embargo, pasaba el tiempo, pero la orden de traslado del Ministe­rio no le llegaba. Por fin, por empeño del Di­rector del Instituto, don Ignacio Martín Robles, se la adjudicaron y nos trasladamos a vivir a Murcia en mayo de 1935. Mi padre, hasta su jubilación en 1968, impartió sus clases en esa escuela, que estaba en el Jardín Botánico del Ma­lecón. Diré que durante el pa­réntesis de la guerra, como se suprimieron las prepa­ratorias, enseñó excepcional­mente en una escuela unitaria en la Plaza de la Paja.
Fueron tantos años enseñando en Murcia, que aún son muchísimos los alumnos, con brillantes carreras al­gunos de ellos, que iniciaron los estudios medios con él, pues los matriculados allí no tenían que examinar­se de ingreso en el bachillerato. Ganó, como en Moli­na, una merecida fama de buen maestro y más tarde, en la Mu­tualidad del Magisterio, de buena persona.
A mí me alegró mucho el traslado a Murcia. Así po­dría hacer segundo curso de bachillerato oficial. Ya sa­bía lo que era un curso libre, pues en ese régimen ha­bía hecho ingreso y el primero a primeros de junio de ese mismo año.
Sin embargo, a pesar del traslado de la familia a Murcia, no rompimos los lazos con Molina, pues se­guíamos conservando nuestras dos casas, la fábrica y la parte del huerto que correspondió a mi madre por he­rencia de su abuelo materno. Ya se habían arranca­do casi todos los viejos árboles frutales, entre ellos to­dos los albaricoqueros. Se había parcelado la tierra unos dos años antes y la habían ocupado unos cua­renta colonos, lo que nos obligaba a ir de vez en cuan­do a cobrar las rentas que aún pagaban, pues no ha­bía llegado la gue­rra.
Cerca de donde estaba la casa de mi tío, en la plaza de Cetina, mis padres encontraron un piso. Era un en­tresuelo con pocas escaleras, pues teníamos la inten­ción de que mi madrina se viniera a vivir con nosotros. No te­nía excesiva movilidad, pero deseaba ir a misa to­dos los días a San Lorenzo, que era nuestra parroquia. Así pues, a partir del verano, vivimos en el número 10 de la calle Zambrana, llamada ya entonces Andrés Ba­quero. Era una calle muy céntrica, entre la Trapería y la Plaza de Santo Domingo. La casa solo tenía un bal­cón a la ca­lle, pese a ser un piso muy largo y gran­de, con cinco dormitorios, un comedor lleno de puer­tas y dos balco­nes a patios interiores. Las dos galerías, llenas de crista­les, no se acababan nunca. Al final del segundo pasillo había un servicio y en el último dor­mitorio, a su lado, un lavabo. En la habitación que te­nía un balcón a la ca­lle, mis padres instalaron un ga­binete con los muebles recién tapizados que trajimos de Molina. Cuando en el año 1941 se vino mi tía con nosotros, aquella habitación fue también su dormito­rio. Como la guerra nos pilló en Molina de vacaciones, nuestra tía tuvo que quedarse sola en el pueblo cuan­do, allá por el doce de septiembre, al comenzar el cur­so, nos marchamos nosotros a la ca­pital. Pero visitá­bamos Molina con frecuencia ¡Hasta an­dando había­mos llegado a ir!
Por octubre o noviembre, al endurecerse el asedio a Madrid, comenzaron a llegar refugiados a muchas ca­sas, y una señora y sus tres hijos se instalaron en la de mi tía, ocupando el primer piso, que estaba vacío. Usaba la cocina de dentro del armario, situada al lado del pa­tio. Eran bastante amables y alguna vez fui con ellos al cine. Solo recuerdo el título de una película, La muerte de vacaciones, cuyo protagonista era Fre­dric March.
Mi casa, aunque estaba vacía, nunca acogió refu­giados. Quizás porque apenas tenía muebles.






24


Pocos días después de comenzar la Guerra Civil, una mañana a primera hora, se oyó en la calle un gran es­cándalo seguido de golpes secos, muy fuertes. Estaban tirando los santos de la Iglesia desde su torre. Agazapa­dos los críos en los callejones que daban a la plaza, mi­rábamos asustados tan dantesco espectácu­lo. Debieron de venir milicianos de fuera a cometer tal desafuero, pues no puedo creer que vecinos de un pueblo tan cató­lico, con tan inmensa devoción a su ex­celsa patrona, fueran capaces de aquella tropelía.
He oído decir que los santos se quemaron en reali­dad, pero yo, con doce años ya, vi caer algunos desde la torre e incluso guardé largo tiempo unos pequeños pe­dacitos que suponía que eran del Niño Jesús. Lo más pro­bable es que tras tirarlos (ni siquiera sé si fueron todos o solo unos pocos) amontonaran los restos y les pren­dieran fuego.
El caso es que desapareció la antigua imagen se­dente de Nuestra Señora de la Consolación, una efigie de madera policromada, coronada en oro, del siglo XIII o XIV, cuyos lujosos traje y manto fueron regalados por nuestra madrina, la tía Rosalía. Muchos molinenses tenía­mos en nuestras casas fotos de la patrona; y, tomándo­las como modelo, al acabar la guerra hicieron una nue­va imagen de la Virgen. Dijeron que era bastante pareci­da, pero no era la Patrona venerada durante tantos si­glos. La foto de la primitiva, que siempre hubo en nues­tra casa de Molina, se mantuvo a salvo en Murcia.
Algún tiempo después, decidieron en Molina hacer una ermita nueva ocupando el lugar de la anterior. Y como el pueblo crecía y progresaba, esta fue muy dife­rente y lujosa, con altar y camarín, ambos de plata.
Después de haberse iniciado la Guerra Civil el 18 de julio de 1936, que nos pilló en Molina, de regreso a Mur­cia en septiembre, mi padre me matriculó de ter­cer cur­so de bachillerato. Las clases empezaron a pri­meros de octubre y, al estar ocupado el instituto, que habían transformado en hospital de sangre de la capi­tal, nos trasladaron a la Escuela de Comercio de la ca­lle del Trinquete y allí permanecimos hasta el final de la con­tienda.
Varias de mis compañeras tenían a sus padres en la cárcel, donde también estaba recluido mi tío Rafael, el hermano de mi madre, a pesar de que era republi­cano de toda la vida. Con mucho secreto, pena y mie­do, nos susurraban algunas compañeras que cada mañana sus madres iban andando a la puerta del ce­menterio de Murcia, a ver si estaban sus maridos en­tre la docena de fusilados que aparecían muertos frente a las tapias. No sé cómo po­dían vivir las pobres mujeres con esa intranquilidad el día a día. Por suerte, antes de finalizar aquel curso, las cosas se tranquiliza­ron y dejaron de cometerse tan­tos desmanes.
A mi tío Rafael lo sacaron de la prisión y le dieron un puesto en la Oficina Central de Correos. Tras su traslado a Murcia desde Calasparra, se vino con toda su familia a vivir a mi casa. Más tarde se fueron a una casa de la calle Mariano Padilla, donde vivía la tía Feli­sa, una señora manchega ya anciana que era parienta de la pri­mera esposa de un hermano de la mujer de nuestro tío, la tía Emilia. Doña Felisa solo tenía un hijo, y como su casa era bastante espaciosa, tanto o más que la nuestra, los cinco de la familia de mi tío Rafael que eran vivie­ron más cómodos que en nuestra poblada casa, y no­sotros pudimos estar más anchos.
La guerra lo cambió todo. Recuerdo que antes co­mía muy poco y, como estaba muy delgada, me daban a temporadas una cucharada de aceite de hígado de baca­lao; y otras veces, un huevo fresco, entero, recién puesto por nuestras gallinas, en un vaso con un poco de vino de Ricote. Como consecuencia de aquel supli­cio, duran­te más de cuarenta años no he podido pro­bar el vino y, aún ahora, lo bebo muy poco, y siempre con gaseosa. No sabría decir qué me gustaba menos, si el vino o el aceite de hígado de bacalao.
También antes de la guerra (ignoro el motivo), me da­ban cada mes un purgante por la mañana en ayu­nas. A veces, era aceite de ricino a cucharadas seguido de un trozo de limón que succionaba mientras mi padre me decía jocoso:
Toma purga. Chupa limón.
Estaba malísimo y yo, que me encontraba muy bien de salud, no entendía para qué servía el purgante men­sual, aparte de para impedirme salir de mi casa durante un par de días. Algunas veces, en vez de acei­te de ricino, me daban un vasito de agua de Carabaña, que también era muy mala, aunque menos que el aceite. Y todo esto se terminó con la guerra: desapare­cieron las purgas en cuanto se acabaron los huevos con vino.






25


En la fábrica de mi bisabuelo, dando al local donde mi padre impartía las clases particulares, había una cá­mara alta, cerrada por una puerta a la que solo podía acce­derse mediante una escalera de madera que se apoyaba en la pared.
Pocos días después de comenzar la guerra civil, mi padre recogió en un taxi todas las imágenes de la Ca­pilla del Convento de Monjas de San Vicente de Moli­na. Esas imágenes las había sufragado mi madrina en me­moria de su padre, don Vicente Peñaranda. De mi bis­abuelo viene el propio nombre del convento. Cuan­do se dirigía a mi casa, cerca de la media noche, lo paró una patrulla de la Guardia Civil, preguntándole qué llevaba bajo las lonas que cubrían los asientos tra­seros. Bajó mi padre del taxi y, al reconocer a don Vic­toriano, prestigio­so maestro durante muchos años en Molina, figurándo­se el alijo, dadas las conocidas ideas de mi pa­dre, le dijeron que se fuera a toda prisa. Me imagino la cara del pobre taxista durante aquella esce­na.
Los Santos se subieron a la cámara envueltos en sá­banas, dejando la puerta entornada para que pare­ciera que allí no había nada de valor y así se quedaron los tres años de contienda. Fueron las únicas imáge­nes sagradas que se salvaron de la destrucción en Mo­lina.
En una especie de chalet, de los de entonces, sin pre­tensiones, propiedad de mis tíos Virtudes y Pedro y, a la sazón, alquilado a una chica que era modista, es­tuvieron escondidas, durante los treinta y tres meses de la guerra, todas las monjas que cuidaban de una institu­ción de Murcia llamada “La Misericordia”, que se encar­gaba de los niños huérfanos o abandonados y de algu­nos cuyos padres, por la situación de extrema pobreza, no los podían mantener. La Madre Superiora de ese gran servicio era tía carnal de la modista.
En una habitación aneja al chalet de mi tía, comunicada con este por una puerta interior y con el huerto, por una ex­terior, tapiada por esos días a fin de dar mayor segu­ridad a la estancia, se refugió durante toda la guerra un sacerdote que había sido encomendado a mi tía Ro­salía. Allí, escondido, salvó su vida. No me cabe la me­nor duda de que los vecinos se figuraban algo de lo que sucedía, pero nadie dijo nada, ya que los tiempos no estaban para bromas. En casa eran asuntos que no se trataban delante de los niños, aunque yo, al menos, lo sabía todo.
Finalizada la guerra, los aparceros volvieron a pa­gar la renta de las tierras que durante la contienda no ha­bían abonado jamás. Tengo entendido que solo dos o tres de ellos, al recoger la cosecha, nos daban un capazo de cebollas o de patatas. Al terminar la guerra, no pudi­mos rescindir los contratos, por orden de Franco. Y como, de todas maneras, se trataba de una miserable cantidad de dinero, mi familia decidió deshacerse de todo su patrimonio en Molina, cinco casas y el huerto, e invertir lo obtenido en comprar tierras en Villanueva, donde ya poseíamos dos casas en la plaza.
El comprador de nuestras tierras fue el señor Prie­to, nuestro vecino, que hasta entonces había vivido con su numerosa familia de un taller de escobas y ca­ñizos. Una de sus hijas, Eulalia, que era de mi edad, hizo conmigo la Primera Comunión. Para que los apar­ceros dejaran las tierras libres, Prieto los indemnizó y oí decir que con 5.000 pesetas a cada uno.
Con lo obtenido por la venta, mi familia adquirió al­gunos huertos —el Pilarico, el Huerto Grande y otros— en el pueblo de mi padre. Pero mis padres se dieron cuenta pronto de que, si no se dedicaban a la agricul­tura y trabajaban en ella, no era un asunto muy ren­table, a pesar de que corrían años muy difíciles y de gran escasez.
Los dueños de las tres fábricas de conservas en que trabajaban muchos de los habitantes Molina, Ro­gelio Gil, Maximino Moreno y Pepe Argueta, fueron to­dos grandes amigos de mi padre y nos ayudaron mu­cho a sobrellevar el hambre de la guerra y de los años poste­riores a esta, pues nos proporcionaban conservas a ca­jas completas, especialmente botes de tomate de medio kilo, que cenábamos todas las noches frito con un huevo mezclado.
En aquellos duros tiempos, mi familia tuvo que in­geniárselas para subsistir. Por ejemplo, nuestro vecino de enfrente, Blas el alpargatero, surtía a mi madre de pa­res de alpargatas de distintos tamaños que ella lle­vaba a La Roda, en la Mancha, donde debían de esca­sear. Allí las cambiaba por trigo, mientras acompaña­ba a mi pri­ma Carolina a visitar a su novio, que estaba allí destina­do en servicios especiales, pues cayó enfer­mo y no pudo ir al frente.
Ya en Murcia, mi pobre madre se pasaba la vida yen­do y viniendo a Villanueva para llevar a casa pata­tas y hortalizas; y, en invierno, los embutidos y la ma­tanza entera; todo, muy necesario porque en la casa nos juntábamos once personas.






26


Desde 1940, solo he vuelto a Molina en dos ocasio­nes. La primera, cuando estaba próxima a jubilarme, en 1987, y  fui a recoger una partida de nacimiento que precisaba. Por primera vez, tras casi 50 años, volví a pi­sar mi pueblo. Mientras preparaban el documento en el Juzgado, salí a dar una vuelta por las plazas de la Igle­sia y del Casino, y la calle de la Consolación, y llegué hasta donde yo había vivido. La Iglesia estaba cerrada y no puede ver su interior; pero el resto era muy similar a lo que yo recordaba. La carretera sí que había perdido casi todas sus casas antiguas y, en sus solares, se habían edificado bloques de pisos.
El centro de Molina, cuando yo vivía allí, eran las rui­nas del Castillo, dentro de las cuales tenía una casa mi tía Filomena, que ocupó luego su hija Lola y que al­guien se quedó por las buenas en su ausencia. Algu­nos muebles y enseres de aquel lugar se guardan aún en la que es ahora mi casa, en Villanueva.
La segunda vez que he estado en Molina ha sido a fi­nales de mayo de este año, cuando fui al velatorio de la hija mayor de una prima segunda de mi madre. Re­cuerdo bien su tienda de cacharros de la carretera, donde comprábamos cada año figuritas de barro para nuestro Belén.
Esta última vez, me acompañó mi hermana Ro­salía. Tras consolar durante un buen rato a Ramona, herma­na de la fallecida, salimos a pasear y camina­mos hasta la calle donde había estado mi escuela, so­bre la cárcel. La escuela ya no existe, claro; y el edificio de la cárcel, de arcadas antiquísimas, muy bien res­taurado, sirve ahora de local para exposiciones tempo­rales.
Seguimos bajando por mi antigua calle y, allí en don­de gira en ángulo recto, nos topamos con el lugar donde nuestra casa debía de estar, a mano izquierda. Ahora había allí cuatro viviendas en vez de tres. ¿Cuál había sido la nuestra? Me dio pena el no poder recono­cerla, pues, según mis recuerdos, habían desaparecido los dos balcones centrales del conjunto. Quizás de lo que antes fueron tres casas se hicieron después cua­tro.
Volvimos a la carretera por una calle distinta y la an­tigua puerta grande de la fábrica no existía ya, aun­que sí la chimenea, que aún me pareció muy alta.
Molina, que tendría unos 10000 habitantes cuan­do yo era pequeña (12000 en 1936), es hoy la tercera ciu­dad en tamaño y población de la provincia de Mur­cia. Ha crecido en sentido norte, como alejándose de la anti­gua carretera general que unía Murcia con Madrid.
Como todos los pueblos y ciudades de España ha cambiado mucho. ¿Para bien? En algunas cosas, sí; pero ese viejo sabor a pueblo, ese conocerse todo el mundo, ese ir a todos los entierros de los habitantes que falle­cían en Molina; eso, pienso que, por su tama­ño y su es­tructura, se habrá perdido. Mi barrio, sin embargo, no ha cambiado demasiado, no hay bloques de pisos, ni se han transformado mucho las casas, al menos por fuera; incluso hay algunas que, por su as­pecto, deben de ser exactamente las mismas de enton­ces.
No hay ya una sola parroquia como antes, sino cua­tro, con lo cual los molinenses andarán más dis­persos a la hora de las celebraciones religiosas, que, en mi infan­cia, eran tan solemnes y concurridas.
Cuando visitamos nuestra Iglesia, que esta vez es­taba abierta, la encontré muy remozada; el altar de San Vicente era mucho más suntuoso. Pero sentí como si allí faltara algo. Y recordé vivamente las Misas de Gozo a las que asistía con las muchachas de mi casa, a las seis de la madrugada, los nueve días ante­riores a la Navidad; y cómo se adornaba el altar mayor con las figuras del Pese­bre y con grandes ramas de pino y enormes bolas de algodón que simulaban los corderos. Y comprendí que lo único que echaba de me­nos en la Iglesia era a esa niña que fui entonces.
Desde hace unos años, la nostalgia que sentía cada vez que en mis viajes a Villanueva pasaba por la cir­cunvalación de Molina, bordeando nuestro antiguo huerto donde estaban muchas de las industrias de Prieto, ha ido en aumento. Pensaba y lo decía: ”Cuánto me gusta­ría volver a estar una temporada, o quizás el resto de mi vida, en mi pueblo."
¿Puede ser que el trozo de tierra que la vio nacer ejerza tanta atracción sobre una persona? ¿O son los re­cuerdos de tantos  momentos felices? ¿Cómo es po­sible no olvidar nunca algo que no se ha visto en casi medio siglo? Y recordar, sin asomo de duda, la casa, el huerto, la antigua ermita de la Virgen, la Iglesia, su plaza, la del Casino, la calle del antiguo Ayuntamiento, el Molino de Enrique, el Molinín, las acequias, el río... Y algo mucho más prosaico: la tienda de Rosendo y sus estupendos embutidos, especialmente las morci­llas, la butifarra y el blanco. No están ahora tan ricos como los que recuerdo haber comido en mi niñez, pero son bastante mejores que muchos otros de Murcia y su provincia.
Cada vez que leía en La Verdad que se vendía un piso o una casa en Molina, me quedaba con las ga­nas de correr a preguntar su precio; y, caso de haber sido asequible a mi economía, haberme embarcado en algo aparentemente absurdo: tener una casa en Moli­na, mi pueblo, y a poder ser, en mi calle de la Conso­lación.


(Octubre de 2007)






EPÍLOGO


Pocos días después de terminar estas memorias, re­cibí la llamada telefónica de una hija de mi primo Victo­riano, sobrino carnal de mi padre, que residía en Molina desde que contrajo matrimonio con una chica de allí.
En la conversación, me comentó que el Ayunta­miento pensaba rendirle un homenaje al Cuarteto Aguilar, y estaban indagando si de sus componentes quedaban vi­vos algunos parientes por parte de su ma­dre. Un her­mano de esta chica, que trabaja en el con­sistorio, les in­formó de que algunas de sus primas, que habíamos na­cido en la localidad, aún vivíamos.
Nos invitaron oficialmente a la presentación de un disco compacto de música del cuarteto, y a un con­cierto de la Camerata Aguilar, orquesta del Conser­vatorio de Murcia, que se iba a celebrar a las 9 de la noche del día 14 de noviembre de 2007.
Mi hermana Rosalía y yo acudimos a ambos even­tos, y en el primero de ellos tuve ocasión de dar las gracias por tan sentido homenaje a los organizadores, en nom­bre de nuestra familia materna.
El concierto constó de dos partes: en la primera in­terpretaron varias composiciones que ellos solían to­car; y en la segunda, obras de la época de sus éxitos. Nos obsequiaron con varios ejemplares del disco com­pacto, con unos pequeños broches de plata, de parte de la or­questa, y con un escudo en relieve de Molina, que tengo colgado en el comedor de mi casa, de la del Ayuntamien­to. En su parte baja, el consistorio ha or­denado grabar, en una placa dorada, lo siguiente:


El Ayuntamiento de Molina de Segura
a la Familia Aguilar
Concierto Los Aguilar y Molina de Segura
Su contribución a la edición del CD homenaje al "Cuarteto Aguilar"
Molina de Segura, 14 de noviembre de 2007






AGRADECIMIENTOS:


En la elaboración de este librito, la contribución de al­gunas personas ha sido impagable: La de mis hijos, que con tanta paciencia me han apo­yado durante el proceso. La de Olga Villaluen­ga, a cuya sugerencia, en una con­versación de placentera sobremesa, debo el haberme decidido a emprender la ta­rea de escribir estas memo­rias. La de mi hermana Ro­salía, por la reparación de algunos de mis confusos recuer­dos. La de doña Carmen González-Aguilar Precioso, mi prima segunda, que me informó sobre las circunstancias del exilio de su padre. La de mi amiga Nieves Gil Fernández, que me regaló la foto de grupo de las escolares de doña Ro­sario, que nos incluye a ella y a mí, y que me recordó los nombres de los utensilios de su tío, Blas el alpargatero. La de don Antonio López Meseguer, funcionario del Ayuntamiento de Molina, que me proporcionó el plano de Molina de Segura en 1929, el Himno, la partida de matrimonio de mis abuelos, la reseña de la boda de mi tía Virtudes; y al­gunas fotos de la Molina de los años veinte, obtenidas de Fotos Sato. Y la de tantos otros a los que lamento no poder citar.